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La bitácora personal de Ricardo Martín
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22 de septiembre de 2010

En Barcelona (III): Aventuras y desventuras en la Sagrada Familia

La visita a la Sagrada Familia nos llevó toda la mañana del segundo día de estancia en Barcelona. Es uno de los lugares obligadísimos si se pasa por la ciudad. Si no se viene a la Sagrada Familia es que no has estado en Barcelona. En nuestro caso fue algo accidentada y masificada, pero también divertida, entre italianos, alemanes, japoneses, americanos y algún andaluz despistado. Para llegar tomamos la línea 2 del metro. No fue necesario ningún trasbordo. En los vagones nos fijamos en las curiosas lucecitas que iban iluminándose según avanzábamos por las estaciones y en las que no habíamos reparado en nuestro anterior viaje. Al salir, el tiempo parecía que acompañaba y alguna nube bastante densa provocaba que el sol abrasador nos diera de vez en cuando pequeñas aunque insuficientes treguas.

Nuestra aventura dentro de la Sagrada Familia comenzó con el desembolso de unos, a mi entender, abusivos 12 euros por una entrada que sólo da derecho a visitar la zona abierta al público del monumento, que tampoco es mucha. A este ritmo de recaudación esta magna obra finalizará antes de lo previsto. Nada más entrar vimos como, efectivamente, el techo parecía estar completamente cerrado ya, pero queda aún mucho trabajo por hacer, sobre todo los detalles puramente decorativos. Las vidrieras eran sin duda la estrella del momento. Una exposición temporal dentro del recinto invitaba a conocer algo más sobre su diseño y elaboración. El resultado final es espectacular y muy vistoso cuando el sol entra por los ventanales. Sus colores se reflejaban en las caras de los turistas extasiados que entraban en el templo. Un bonito juego de luz y color.

Después de vagar un rato por las zonas transitables y de hacer fotos y vídeos desde todos los ángulos posibles subimos en ascensor hasta lo alto de una de las torres. Para ello nos colocamos a la cola, larga pero ágil, del elevador. Por supuesto previo pago de la módica cantidad de 2,50 euros por persona. Merecía la pena de sobra, porque las vistas desde arriba son impresionantes, y las aglomeraciones a 80 metros de altura en un espacio tan angosto, también. Aquel era uno de los pocos lugares donde pueden sentirse vértigo y claustrofobia a la vez. Por fortuna no padecemos de ninguno de estos desgraciados males. No podía decir lo mismo alguno de los incautos turistas que nos acompañaban. Asistimos con no poca diversión a varios conatos de ataque. Algún que otro hecho anecdótico más nos amenizó la visita.

Otra de las cosas que más me gustaron fue lo que bauticé como “homenaje a la macedonia” y que corona algunas de las torres al más puro estilo de Carmen Miranda, la famosa cantante que llevaba sombreros con frutas en sus actuaciones. Tal vez una alegoría a la naturaleza o algo por el estilo. No todos estaban colocados. Algunos de ellos permanecían en los andamios a la espera de que los operarios los ubiquen en su lugar definitivo.

Bajamos de la torre a pie, por una escalera de caracol que nos provocó una sensación de intenso mareo. Como premio a este camino algo tortuoso y que la mayoría de los turistas evitan, encontramos un par de balcones vacíos de visitantes, pero con unas vistas excelentes. Desde allí, aprovechando que nadie nos podía ver y que somos de carácter chistoso, hicimos algunas bromas. Cuando aparecieron en nuestro balcón los primeros turistas continuamos la bajada. Nos topamos con un nuevo balcón, esta vez más grande, desde el que se podía apreciar de cerca mi parte favorita del templo: ¡las frutas!. El fin de nuestra incursión por la torre nos costó un temblor de piernas, y no precisamente por cobardía o mal de alturas, sino por haber descendido a pie unos 400 escalones.

Nuestra visita al templo de Gaudí terminó en el interesante museo dedicado al monumento que hay en su cripta. En él se exponen bocetos y maquetas originales junto con abundantes textos explicativos. Al fondo, unas ventanas dejan ver a duras penas y entre sombras la tumba de Gaudí. Como si de un santo contemporáneo se tratara, se le colocan velas, acentuando un ambiente ligeramente tenebroso. Una cámara de vídeo permite verla continuamente en unos monitores.

A la salida nos dedicamos a escribir en nuestros diarios, mientras un sol bastante persistente quemaba nuestras sufridas espaldas. Después de un rato, un vigilante de seguridad muy amable nos invitó a bajarnos del ancho muro de piedra en el que nos habíamos sentado “no sea que se me caigan”. Si no nos habíamos caído ya haciendo el tonto en los balcones de las torres… Pero ya que nos echaban, continuamos nuestro camino. Ahora hacia el Paseo de Gracia por la calle Mallorca, que un domingo a esas horas estaba completamente desierta. Era el momento de encontrarnos con todo el esplendor del modernismo.



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