La reforma del castillo
Por lo que estoy viendo estos días, uno de los temas del verano aquí en Zamora, si no el Tema, es la apertura del recinto del castillo después de mucho tiempo de reformas, sorpresas e incertidumbres sobre su fecha de inauguración. Quedan ya lejos aquellos posts que escribí en 2006, uno el 20 de febrero sobre el inicio de las obras y otro el 15 de junio sobre los inesperados descubrimientos durante esas obras. Por fin llegó el momento. Tres años y pico después ya tenemos la fortaleza remozada para las futuras generaciones.
Me he pasado creo que en tres ocasiones para echar una ojeada a todos los rincones y tomar fotografías y vídeos. Es fácil dar una opinión precipitada y casi seguro que errónea, por eso he tardado unos días en escribir esta entrada, y aún así tengo sensaciones contradictorias. Por una parte, la reforma era imperiosa, necesaria y urgente y por otro, por mucho Moneo que esté detrás de la restauración la sombra de Somoza es alargada y me trae infaustos recuerdos sobre otras obras de la ciudad (la Plaza de la Constitución o la de Castilla y León por ejemplo) a base de granito y madera. Todo demasiado lineal, demasiado diáfano, nada de vegetación, nada de color. Esta sensación se acentúa todavía más en los jardines, donde se han dejado grandes extensiones de césped (menos mal) y muy pocos árboles, lo que lo convierte en una obra más para el catálogo de lugares desangelados de la ciudad. Ni fuente ni flores, como había antes. En su lugar, unas pasarelas de madera comunican los jardines con algunos lugares estratégicos de la muralla por donde el personal puede asomarse.
Dentro del castillo lo primero que llama la atención es la extrema austeridad de la obra. Tan sólo un lecho de gravilla cubre el suelo de piedra viva sobre el que se asientan las losetas de granito y los travesaños de madera que hacen las veces de pasadizos para que los visitantes puedan pasear. Lo mismo si nos acercamos hacia el centro de la construcción. Un patio de gravilla en plan jardín zen japonés con alguna piedra que otra y escoltado por los muros descarnados de lo que fue en su día la Escuela Oficial de Idiomas. Unos muros donde se ve el cemento, los restos de baldosas y algún ladrillo que otro. Humildemente y como profano en la materia, me pregunto que valor histórico puede tener semejante cosa. Confundiéndose con estos muros encontramos restos de lo que se adivinan estancias con seguridad mucho más antiguas. Supongo que en la visita guiada (ha sido imposible apuntarme por la gran demanda que había) explicarán algo más que en los escuetísimos letreros que jalonan algunos de los puntos principales del castillo.
Pero sin duda el principal atractivo para zamoranos y turistas es la posibilidad de pasear por la parte alta del recinto, incluyendo todas las torres. Se accede a esta ruta elevada por unas estrechas y empinadas escaleras metálicas que a mí me parecieron un poco precarias a juzgar por los chirridos que soltaba a cada paso del ascenso. Una vez arriba la vista es tan impresionante como inédita. Mucho más si nos subimos a la torre principal, desde donde obtendremos una de las panorámicas más bonitas y originales de la ciudad.
Como conclusión puedo decir que el castillo se ha convertido en una cáscara de algo que no existe. Lo que se pretendía que fuera el museo del gran escultor Baltasar Lobo está muy lejos de lo que esperábamos. Desconozco si en el futuro se aprovechará algo de las estructura interna de castillo para construir un museo como se merece. O si no que trasladen el Centro de Interpretación de las Ciudades Medievales del edificio de la cuesta de Pizarro hasta el castillo, que parece ser un lugar mucho más acorde.