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La bitácora personal de Ricardo Martín
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2 de septiembre de 2013

Una semana en París: Louvre de «garrafón»

El museo del Louvre es un pequeño mundo en el que uno puede perderse días y días. La cantidad de pasillos, habitaciones y escalinatas son inabarcables. Mucho más para el pobre visitante que siempre ha de jugar contra el tiempo, el cansancio y la saturación. Nuestra visita, de unas cinco horas, apenas sirvió para hacernos una idea de la grandeza del recinto y de la cantidad inmensa de obras que conserva.

Mi obsesión era –no sé si finalmente lo conseguimos– fijarme sobre todo en el edificio y todo lo que ocurrió allí dentro en el pasado con ojos distintos que los del turista «normal». El mero hecho de intentar ese ejercicio tal vez nos dio otra perspectiva con el que contemplar el museo. El Louvre es un buen lugar para escrutar al ser humano –absorto con sus planos o sus cámaras–, su comportamiento y cómo al final se deja arrastrar por lo banal. Basta tener un poco de espíritu crítico y sentarse en uno de los bancos de cualquiera de las salas. Veremos pasar a cientos de personas que no parecían mostrar ningún interés por el arte (muchos no habrán visitado el museo de su ciudad), como si miraran el escaparate de unos grandes almacenes de una calle comercial. Con suerte veremos detenerse a alguien delante de un cuadro, una escultura o un objeto cualquiera. Lo fotografían y se marchan. Pero la gran mayoría pasa de largo camino no sé muy bien de dónde. O sí. La Mona Lisa es, por supuesto, la estrella indiscutible. Decenas de personas se amontonan permanentemente delante de la obra de Da Vinci. Todos se afanan en fotografiar con móviles, iPads y cámaras ese pequeño cuadro que la mercadotecnia del arte ha elevado a icono del mundo occidental.

El Louvre es, con todo lo bueno y todo lo malo, el máximo exponente de ese horrible término denominado la «industria de la cultura». Varias tiendas repartidas por todo el recinto animan a llevarse un recuerdo –todos bastante feos, por cierto– a un precio abusivo. Y como si la mercantilización de la cultura no estuviera suficientemente clara, una de las entradas/salidas se realiza desde los años noventa por una galería subterránea de nombre Carrousel du Louvre, con varias boutiques no solo de «souvenirs», sino de firmas exclusivas de todo tipo. Toda esta «contaminación» comercial, junto con la masificación, emborrona y distorsiona bastante el concepto de museo como centro de cultura, conocimiento y reflexión.

El «turismo de garrafón» mueve a demasiada gente. Afortunadamente, el museo es tan grande que siempre hay rincones casi desiertos. Ese oasis de paz lo encontramos, por ejemplo, en los apartamentos de Napoleón III, el último emperador francés que gobernó en la segunda mitad del siglo XIX. Hizo construir en unos aposentos de extensión sobrehumana que decoró de forma suntuosa. Como digo, en algunas de estas salas el silencio es absoluto y sin gente. Otro de los lugares interesantes para quienes huyen de las hordas es el llamado Louvre Medieval. Se encuentra situado bajo el patio del pabellón Sully y es lo que se conserva de los cimientos del antiguo castillo, edificado por el rey Felipe Augusto en el siglo XII. Está bien poder dar una vuelta por toda la base del recinto y hacerse una idea de lo que en un momento dado fue el origen del actual palacio. Para mi gusto, uno de los lugares más sorprendentes, auténticos y diferentes del museo. Ojo a la bonita maqueta que recrea el viejo palacio.



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