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La bitácora personal de Ricardo Martín
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2 de septiembre de 2016

Nuestro viaje a Bélgica

En el mes de agosto, la actividad propia de una ciudad como Bruselas se detiene. Los inquilinos de los hoteles cambian de ejecutivos a turistas ocasionales. Aunque no puedo comparar agosto con enero o febrero, imagino que será así. ¿Qué imagen tenía yo de Bruselas antes de visitarla? Es difícil de decir. Antes de comenzar a documentarme para el viaje, apenas si conocía dos o tres monumentos. Los clásicos. A saber: el Atomium, el Manneken Pis y, apurando mucho, la Grand Place y el edificio Berlaymont, sede de la Comisión Europea. Los atentados de marzo de 2016 han puesto la ciudad en el centro de la actualidad, más allá de que los medios de comunicación la usen como sinónimo de las autoridades de la Unión Europea: Bruselas sanciona, Bruselas anuncia, Bruselas admite…

Pero la capital belga es mucho más. Una curiosa y pintoresca ciudad medieval y barroca (lo que queda después de la piqueta, los bombardeos y otros avatares de su historia) y con un buen puñado de edificios notables que nos dan cuenta de su pasado esplendoroso. Una ciudad desde hace siglos en medio de dos mundos, el germánico protestante y el latino católico. Dos almas diferentes que se cruzan y se mezclan en Bruselas con otros credos y culturas de reciente incorporación, algunas provenientes de muy lejos. Es la capital de un país “frankenstein”, creado hace menos de doscientos años a partir de ducados y condados independientes muy codiciados por las potencias europeas de antaño (estos territorios fueron franceses, alemanes y españoles) y que todavía busca una identidad propia más allá de las comunidades valona y flamenca.

Restos del dominio español quedan muchos. Fueron casi doscientos años bastante turbulentos en los que primero el emperador Carlos I y después Felipe II, III, IV y Carlos II, manejaron estos territorios hasta su pérdida en el tratado de Utrecht. Aún quedan restos de esta ocupación en numerosas fachadas de la ciudad en forma de escudos, algunos borrados no sé si intencionadamente (por ejemplo el que se adivina de Carlos I en la torre de la antigua iglesia de Saint-Catherine) y también en la toponimia de calles y lugares (Hospital Pacheco, calle del Amigo, etc).

Cerveza, chocolate, patatas fritas, mejillones y gofres. Los cinco grandes de la gastronomía belga. Sobre la primera, Bélgica es el país con más compañías cerveceras del mundo, tanto per cápita como en términos absolutos. Algunas de las mejores del mundo están aquí. Los estantes de los supermercados son un buen ejemplo de la variedad de esta bebida nacional que puede consumirse legalmente en la calle. El problema es después ir al baño. Los públicos son escasos en todo Bélgica y en su inmensa mayoría de pago. El estándar es pagar 50 céntimos a la señora feudal que los vigila y limpia, y que además pone sus propias y arbitrarias normas.

También causa sorpresa la puntualidad, frecuencia y calidad de sus trenes (Bélgica fue el segundo país del mundo en tener ferrocarril, en 1835) o el tráfico infernal de las circunvalaciones. El derribo de edificios históricos fue deporte nacional hasta hace apenas cuarenta años. Sólo para las diferentes exposiciones universales, se cercenaron de la ciudad cientos de edificios, algunos medievales y otros con más de trescientos años en aras de la modernidad. Pero la modernidad, o el modernismo art nouveau, tampoco se salvó. Victor Horta no vivió lo suficiente para ver como demolían su obra maestra, la Casa del Pueblo, y en su lugar levantaban un bloque de oficinas para IBM en el cambio de década de los 60 a los 70 del siglo pasado.

A lo largo de varios artículos iré avisando de las fotografías que cuelgue en mi página web Cromavista o los vídeos de nuestro viaje a Bélgica.



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