Aunque ya había visto hace años ‘El Cielo Sobre Berlín’ (‘Der Himmel über Berlin’) (1987), quizás la obra más destacable de Wim Wenders junto con ‘Paris, Texas’, no había escrito sobre ella ni sobre su secuela ‘¡Tan Lejos, Tan Cerca!’ (‘In weiter Ferne, so nah!’) (1993). Las he vuelto a ver para buscar referencias cinéfilas antes de marchar a la capital alemana. La primera ganó varios premios en su momento en Alemania y fuera, como el galardón a la mejor dirección en el Festival de Cine de Cannes de 1987. Quizás ‘El Cielo Sobre Berlín’ fue mucho más valorada en el momento de su estreno que actualmente, pero eso no significa que no siga siendo un referente a la hora de hablar de cine y Berlín.
La película cuenta la historia de dos ángeles –interpretados magistralmente por Bruno Ganz (que años después interpretaría a Hitler en ‘El Hundimiento’) y Solveig Dommartin— que velan por la humanidad, aunque no pueden intervenir en sus vidas, si pueden influir sobre sus pensamientos y su estado de ánimo. Uno de ellos, decide cambiar su inmortalidad por sentir la vida como un ser humano. Wenders dota a estos entes de una gran capacidad humana. En definitiva, se trata una apuesta por la humanidad y por su bondad intrínseca. Quizás en su fondo peque de ingenuidad y en las formas de una solemnidad y una pretenciosidad que a algunos espectadores puede resultar impostada. En la segunda parte, ‘¡Tan Lejos, Tan Cerca!’, este ambiente críptico y poético se diluye en favor de un argumento y una puesta en escena mucho más convencional que nada tiene que ver con su predecesora. Wenders tiró de celebridades (aparecen Willem Dafoe o Nastassja Kinski) para un argumento algo burdo, pero que supone el fin de la inocencia para los antiguos ángeles. Conocerán el mal, la soledad y el desamparo.
Pero en este segundo visionado lo que más me interesaba eran los puntos de la ciudad que aparecían. Por supuesto, el ángel de la Columna de la Victoria, la iglesia memorial del Kaiser Guillermo, los restos de la estación Anhalter, la Potsdamer Platz como estaba en tiempos del muro, el Europa Center, el famoso edificio con la estrella de Mercedes dando vueltas. En ‘Tan Lejos, Tan Cerca’ vemos también lugares del otro lado del muro, como la Alexanderplatz o la cuádriga de la Puerta de Brandeburgo.
Volver al cine de Robert Guédiguian es siempre bueno. Es como abandonar el mundanal ruido para sumergirse en ese microcosmos siempre luminoso y portuario, aunque conflictivo, de Marsella. Como siempre, el realizador francés cuenta con sus actores habituales para ‘Les Neiges du Kilimandjaro’ (‘Las Nieves del Kilimanjaro’). Este título, producido en 2011, es también el de una canción de Pascal Danel que, por supuesto, aparece en la película. En esta nueva entrega no faltan los dilemas morales o la pregunta sobre la naturaleza de la verdadera justicia, aunque como veremos, planteados quizás de una manera poco creíble.
Michel es un veterano trabajador y sindicalista de unos astilleros públicos en el puerto de Marsella. Debido a un ajuste de plantilla se queda sin trabajo junto a otros 19 trabajadores. Ha de iniciar una nueva vida junto a su mujer, sus hijos, nietos y amigos. Pero un día es robado en su propia casa. Por una casualidad identifica a uno de los atracadores, que resulta ser un antiguo compañero de trabajo que atraviesa por graves dificultades económicas y familiares. Y aquí comienza el dilema y la puesta a prueba de los ideales por los que siempre luchó.
A pesar de haber recibido la Espiga de Plata en la SEMINCI de Valladolid, la película me ha dejado algo frío. El argumento, aunque bien planteado, chirría un poco en su desarrollo con secuencias y comportamientos en mi opinión poco o nada creíbles. También la irrupción de algunos tópicos no ayuda a mejorar mi opinión. Aunque el dilema principal que nos plantea el director es válido y nos hace pensar e, incluso, incomodarnos, quizás lo que lo rodea (no quiero dar demasiados detalles para no «destripar» la película) sea demasiado artificial y parezca «preparado». En cualquier caso no es un mala película, ni mucho menos, sólo que de Guédiguian nos esperábamos algo más.
Japón es un país muy dado a los tópicos. Inmediatamente nos vienen a la cabeza un montón de ellos. Lo cierto es que muchos no son realmente tópicos, sino que son realidad. La cocina es uno de ellos. El uso del pescado crudo y del arroz de esa forma tan particular es lo que los ha hecho mundialmente famosos. Hoy día el sushi y el sashimi están en todos los rincones del planeta. Pero más allá de las modas pasajeras, un puñado de restaurantes siguen preparándolo según el modo tradicional. El documental de David Gelb ‘Jiro Dreams of Sushi’ (‘Jiro Sueña con el Sushi‘) es un excelente ejemplo que nos muestra la idiosicrasia japonesa acerca no sólo de la comida, sino del estilo de vida del país nipón.
Jiro Ono, a lo largo de sus 75 años de carrera (ahora tiene 86), ha conseguido levantar el que para muchos es el mejor restaurante de sushi del mundo, Sukiyabashi Jiro. De apariencia humilde, el pequeño local se encuentra en un pasillo de la estación de metro de Ginza, en Tokio. Tan pequeño que sólo cuenta con 10 sillas y el baño está fuera. Aún así, la Guía Michelin le ha otorgado las tres estrellas, el máximo galardón de la prestigiosa guía gala. También Jiro ha batido el récord del chef más veterano en activo y el único octogenario que consigue esas tres estrellas. Pero ‘Jiro Dreams of Sushi’ va mucho más allá. Es una oda al perfeccionismo, al esfuerzo continuo, a la capacidad de no conformarse nunca con nada y seguir mejorando día a día. En ese sentido se trata de un documental muy inspirador e interesante de ver incluso para aquellos a los que no les gusta la cocina ni la cultura japonesa.
Formalmente, el documental es extremadamente elegante en su puesta en escena, con un buen montaje y un guión que mezcla la biografía de Jiro con el día a día de su negocio. Esto hace que sea entretenido e incluso adictivo. En definitiva, es un documento recomendado para todo el mundo, aunque si eres «japonófilo» lo disfrutarás mucho más.
En los últimos tiempos se ha reavivado una vieja polémica cinematográfica, que más bien afecta a la técnica que al arte (aunque en cierto modo también). El anuncio de que la película ‘El Hobbit’ se está grabando en 3D con cámaras Red a 48 fotogramas por segundo ha provocado un ligero revuelo entre espectadores y críticos. Lo interesante del tema es que según se dice, las escenas pierden «credibilidad» y apariencia «de película». Los 24 fotogramas por segundo se implantaron a finales de los años veinte del siglo XX porque era la tasa mínima a la cual era posible la ilusión óptica del movimiento sin acelerarlo. El material de filmación, hasta la llegada del vídeo digital, era caro y utilizar una velocidad mayor suponía mayores costes. Todo el sistema de producción y distribución se adaptaron a los 24 fps.
Pero hace poco más de una década se comenzaron a utilizar las primeras cámaras digitales en producciones cinematográficas. La versatilidad de lo digital dejaba sin mucho sentido el viejo modelo basado en los 24 fps. Aún era pronto. Es posible que el momento de cambiar ya haya llegado. Las salas disponen ya de proyectores digitales que permiten la reproducción de películas a cualquier tasa y los sistemas caseros también.
El problema, entiendo yo, es más de «apariencias». No sólo se trata de que la película lo sea como tal, sino de que tenga ese «look». Curiosamente, la principal crítica que se le achaca es que se ve «demasiado real» o «demasiado definido». Yo todavía no he podido ver ni un solo segundo de las secuencias a 48 fps, pero imagino que más que de superproducción, ‘El Hobbit’ tendrá aspecto de programa de televisión (o de «culebrón») con todos los medios con los que hoy puede contar una película. Puede que Peter Jackson tenga razón y haya que terminar con un estándar obsoleto y que supone una limitación técnica que ya no tiene sentido. Quizás haya que mirar hacia adelante y olvidarse de los viejos prejuicios.
‘The Artist’ es la película del momento y si no la has visto estás fuera del mundo. Por eso yo la vi el sábado pasado, aprovechando la previsible lluvia de estatuillas doradas de anoche. Muchos se podría comentar sobre esta película, pero desgraciadamente poco sobre la película en sí. El hecho de ser una película prácticamente muda se ha convertido en una especie de marchamo de autenticidad, en un experimento arriesgado en un mundo, como es el cine de Hollywood, donde todo es sota, caballo y rey. El espectador de cine convencional busca desesperadamente nuevos lenguajes, nuevas formas de contar las mismas historias de siempre, pero sin salirse del mainstream de la gran industria. Y han tenido que venir los franceses para ofrecerlo.
A Michel Hazanavicius, su director, hay que reconocerle muchos méritos. El primero tener la vista de apostar por una película hecha a la vieja usanza (bueno, quizás no tanto, ya que los planos y el montaje en general son de estilo bastante moderno). El segundo, la originalidad y, me atrevería a decir, la maestría en el aspecto visual, con especial atención a la prodigiosa iluminación, que en la película da muchísimo juego. Y el tercero, contarle a Hollywood una historia que quiere escuchar, la de su mítica etapa fundacional, la transición entre el cine mudo y el sonoro.
No es difícil imaginar a ‘The Artist’ como una película de dibujos animados. Es más, a veces lo parece. El personaje principal (claro homenaje a Douglas Fairbanks) parece más un cliché, una imagen construida, un arquetipo del cine mudo, que uno real. Evidentemente se ha hecho a propósito. Todas y cada una de las secuencias de su sencillo argumento están envueltas de una irrealidad agradable, una magia en la que la banda sonora y el poder del blanco y negro son aliados inestimables. El trabajo de los actores es bueno, y se adapta bien a la historia, pero tampoco pasará a la historia.
‘The Artist’ es una película recomendable para pasar un buen rato con un cine diferente y sin salirse de los cánones.
Si a veces rebusco entre filmografías de países extraños no es por esnobismo, sino por la pura curiosidad de encontrar otras formas de vida, otros modos de entender la realidad y, por supuesto, otras concepciones a la hora de hacer películas. Cuando uno se encuentra ante una obra realizada en Bután, es difícil resistirse a la tentación de verla, de comprobar qué visión de la vida tienen sus habitantes. Y, en el fondo, suelen ser básicamente los mismos que cualquier otro pueblo del mundo. ‘Travellers and Magicians’ (‘Viajeros y Magos’ en castellano) es una coproducción de Bután y Australia realizada en 2003 por Khyentse Norbu. Que yo sepa es la única película de aquel país del Himalaya que ha trascendido a sus fronteras.
En ella se cuenta la historia de Dondup, un joven funcionario de una aldea perdida de Bután que sueña con marcharse a Estados Unidos. Pero para hacer realidad su sueño ha de caminar unos kilómetros entre su pueblo y la parada del autobús. Todo se complicará cuando pierde el transporte. En su espera del siguiente medio de transporte que lo traslade se cruzará con diversos personajes que harán de esta una experiencia inolvidable. De entre todos ellos, un socarrón monje budista que le contará una hermosa leyenda con la que Dondup se sentirá identificado.
‘Travellers and Magicians’ es una película de factura tan humilde como honesta. Resulta difícil no simpatizar con sus protagonistas, todos ellos sin maldad y dispuestos a echar una mano cuando hace falta. El implacable guión es del propio director y funciona a la perfección. Consigue que ambas historias, la real y la que nos cuenta el monje, atrapen por igual. En conclusión, una pequeña película cuyo hallazgo me reafirma en la búsqueda de esas filmografías exóticas.
Cuando se llega a cierta edad parece importar poco lo que los demás digan de uno. Lo verdaderamente importante es mantenerse fiel a sí mismo, ofrecer una trayectoria coherente y, a veces, ir contra la corriente establecida. Eso es lo que debe pensar Woody Allen a sus 76 años. Su reino, desde luego, no es de este mundo y aunque nos haya ofrecido últimamente obras discutibles, nunca defrauda del todo. Acabo de ver ‘Midnight in Paris’, su última película, y me ha encantado. Quizás sea una de sus mejores últimas películas. En su línea de siempre pero a la vez aportando algo nuevo y mágico. Porque si algo es ‘Midnight in Paris’ es pura magia.
Allen da rienda suelta a sus fantasías en un sentido similar a como hizo en ‘Sombras y Niebla’, incluyendo viajes en el tiempo y delirantes encuentros con figuras de la cultura del siglo XX como Picasso, Dalí, Hemingway o Buñuel. La historia es tan increíble pero el genio neoyorquino la hace tan verosímil que es muy fácil disfrutarla sin que nada chirríe. Todo funciona como un reloj: diálogos brillantes, gran trabajo de los actores y sobre todo de un excelente Owen Wilson en el papel del despistado y encantador protagonista Gil Pender. Tal vez en otros tiempos el propio Woody Allen podría haber interpretado su papel.
La historia gira en torno a la búsqueda de un tiempo idea, de una Edad de Oro. Esa época inalcanzable e idealizada que siempre está en el pasado. Como es de esperar, los moradores de cada una de esas etapas de la historia no son conscientes de ello y viven sumidos en una constante insatisfacción. El retrato que Allen hace de París es muy condescendiente. Cae en muchos tópicos, pero poco importa cuando uno se sumerge en una historia como ésta. Una de las películas del año.
rmbit está bajo una licencia de Creative Commons.
Plantilla de diseño propio en constante evolución.
Página servida en 0,075 segundos.
Gestionado con WordPress