‘The Tree of Life’: La siesta perfecta
A finales de cada año suelo echar un vistazo a las listas que los críticos cinematográficos publican con las mejores películas de la temporada. En casi todas esas listas aparece un título, ‘El Árbol de la Vida’ (o ‘The Tree of Life’ según su título original en inglés). Y casi siempre en las primeras posiciones. A pesar de que ni sus intérpretes (Sean Penn y Brad Pitt) ni su director (Terrence Malick) me llamaban especialmente la atención, decidí verla sin tener ni la más remota idea de su argumento. Y una vez que terminó lo tuve muy claro (bueno, bastante antes de terminar): ‘The Tree of Life’ es una tomadura de pelo.
No puedo evitar irritarme al ver las críticas favorables. Parece mentira que críticos solventes y respetados aludan por ejemplo a su «poesía visual» o a la «libertad narrativa», muchas veces obviando otros conceptos en mi opinión más acertados, como «grandilocuencia», «absurdo», «pretenciosidad» o «simpleza». Y es que la última obra de Malick, incomprensiblemente premiada con la Palma de Oro en el festival de Cannes de 2011 quizás pueda engañar al público norteamericano, poco acostumbrado a un cine diferente, pero difícilmente al europeo seguidor de las vanguardias genuinas de la nouvelle vague o incluso del Dogma de Lars Von Trier.
Todo en ‘The Tree of Life’ me suena a impostado. Desde el argumento, la clásica familia de la Norteamérica profunda que pierde a uno de sus hijos hasta la parte más visual. Incluso para la banda sonora se ha recurrido a lo fácil. El uso de excepcionales piezas musicales clásicas (Mozart, Berlioz o Bach) y otras no menos interesantes de compositores contemporáneos es una garantía de conseguir grandeza y emotividad por el camino sencillo. Al contrario de otros films a los que recuerda (por ejemplo ‘2001: Una Odisea del Espacio’), todas esas secuencias retrospectivas sobre la formación del universo, de la tierra y su historia geológica sencillamente sobran. El problema es que si quitamos ese vestido, lo que queda es prácticamente nada, la narración de un relato manido contado de forma prácticamente inconexa e ininteligible.
Cierto que visualmente la película es prodigiosa, pero ese no es argumento suficiente para construir una obra sólida. Quizás lo fuera para un documental de ciencia, pero no para una cinta en la que se supone que hay una historia que contar, una reflexión que ofrecer, y que para ello se apoya en el poder de las imágenes. Desde luego este no es el caso. Terrence Malick se pasa de frenada y pasa la delgada línea roja del ridículo. Para ver a la hora de la siesta sin que importe quedarse dormido.