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La bitácora personal de Ricardo Martín
Comentando cosas desde 2004
30 de septiembre de 2010

Cáceres, fuera de la lucha

Era algo que prácticamente estaba cantado. Aunque aquí la gente mantenía la esperanza de pasar al menos este corte, al final no pudo ser. Cáceres ha caído en la primera selección de candidatas. Esta tarde, a las cinco y media, la comisión del Ministerio de Cultura encargada de la elección ha dejado fuera también a Alcalá de Henares, Cuenca, Málaga, Murcia, Oviedo, Pamplona, Santander y Tarragona. Seguirán en la lucha Burgos, Córdoba, San Sebastián, Las Palmas, Segovia y Zaragoza.

Desconozco cuales son exactamente los criterios que aplica esta comisión, pero puedo imaginarme cuales son: Implicación de la ciudadanía, infraestructuras suficientes o tener una imagen reconocible, tanto dentro como fuera de España. Si esto es cierto, mi apuesta iría por la terna Córdoba (mi favorita), San Sebastián o Segovia. Córdoba por su buena comunicación con Madrid a través del tren de alta velocidad, por un monumento universalmente reconocido como es la Mezquita, y con una vida cultural muy viva. San Sebastián también tiene un elemento cultural exportable: su festival de cine, uno de los mejores del mundo, y su cosmopolitismo. Y Segovia, aparte de lo cuidado de su patrimonio, tiene el acueducto romano mejor conservado del mundo.

Para la siguiente cita debemos esperar hasta la segunda mitad de 2011. Será entonces cuando una comisión internacional seleccionará una ciudad española y otra polaca de entre las que quedan. Polonia es el otro país seleccionado para albergar la capitalidad cultural en una de sus ciudades candidatas. Si Cáceres quiere volver a presentarse tendrá que esperar unos cuantos añitos, ya que los países candidatos están asignados hasta 2022. Como curiosidad decir que este año hay tres Capitales Europeas de la Cultura, Essen (Alemania), Pécs (Hungría) y Estambul (Turquía).

29 de septiembre de 2010

En Barcelona (y X): Perdidos por La Ribera, los «bastaixos» de Santa María del Mar y «burros coceadores»

Con esta entrega finaliza la serie que ha llevado diez días contando las aventuras y desventuras en Barcelona. Cerramos pues con el final del viaje.

Cuando uno se monta en el tren, en la cómoda butaca, se olvida de todos los momentos de cansancio y de falta de sueño. Era el momento perfecto para comenzar a recuperar los buenos recuerdos. Ocurre a veces que uno vive los viajes cuando los invoca a través de las fotografías, los vídeos y los folletos turísticos de todos los lugares por los que hemos pasado. Pero vamos con la última parte de nuestro cuarto día en Barcelona.

Tras la comida, y con algo de adormecimiento, bajamos hasta Portal del Ángel para visitar otra vez la escondida y desconocida iglesia de Santa Ana. Esta vez tuvimos más suerte: la valla que da a la plazoleta de Ramón Amadeu estaba abierta, pero el recinto de la iglesia, junto con el claustro, estaba cerrado. Afortunadamente, a través de los barrotes se podía ver aquel lugar que tenía un innegable ambiente mágico. Parece mentira que un lugar así pueda estar a pocos metros de la Plaza de Cataluña y casi pared con pared con el imponente edificio del Banco de España.

Por último también queríamos ir a ver Santa María del Mar, uno de los grandes monumentos de la ciudad que nos quedaba por ver. Hubiera sido imperdonable no haber estado. Llegar hasta allí fue una nueva aventura. Otra vez nos perdimos por los callejones del barrio de La Ribera. Calles con mucho encanto y a las que no pude evitar hacer algunas fotografías. A posteriori, reconstruí este recorrido, que nos llevó (saliendo desde la plaza de Ramón Berenguer el Grande) a cruzar la Vía Layetana para seguir las calles Bòria, Corders, Assaonadors, Flassaders y finalmente el Paseo del Born, con el mercado del mismo nombre en un extremo y la imponente mole de Santa María del Mar en el otro. Frente a la puerta trasera del templo, la llamada puerta del Born, está el Fossar de les Moreres, un lugar emblemático para los catalanes y en especial para los barceloneses, ya que en este antiguo cementerio se enterraron todos aquellos que cayeron defendiendo la ciudad durante el sitio de Barcelona de 1713-1714. Hoy día en ese lugar hay una pequeña y austera plaza, con una llama que recuerda permanentemente a los mártires fallecidos. Una corona de flores con la senyera yacía en su base.

Entramos en el templo por su puerta principal, donde sus dos enormes torres y su no menos grande rosetón (de nueve metros de diámetro) nos dieron la bienvenida. Por mi mente pasaban algunos pasajes del libro de Ildefonso Falcones «La Catedral del Mar». La novela trata sobre la construcción por parte de los bastaixos (algo así como los estibadores del puerto, aquellos encargados de descargar las mercancías de los barcos atracados) de este templo allá por el siglo XIV. De hecho, en los portones principales pueden verse dos relieves con dos de estos bastaixos acarreando sobre sus espaldas sendas piedras destinadas a su construcción:

“Los humildes bastaixos, con su trabajo de transportar gratuitamente las piedras hasta Santa María, son el más claro ejemplo del fervor popular que levantó la iglesia. La parroquia les concedió privilegios y hoy su devoción mariana queda reflejada en las figuras de bronce del portal mayor, en relieves en el presbiterio o en capiteles de mármol, en todos los cuales se representan las figuras de los descargadores portuarios.”

Si el exterior era espectacular, el interior lo era aún más. Sin apenas decoración, las vidrieras destacan aún más en medio de ese ambiente tan sobrio. Algunas de ellas datan del siglo XIV, como las del rosetón o de la nave sur, que son de 1460 y 1494 respectivamente. O otras son de… ¡1996!, realizadas en un estilo postmoderno de difícil definición (y justificación). Ildefonso Falcones también habla de ellas, de las antiguas, se entiende, en su libro:

“Las vidrieras orientadas al sol son de colores vivos, rojos, amarillos y verdes, para aprovechar la fuerza de la luz del Mediterráneo; las que no lo están son blancas o azules. Y cada hora, a medida que el sol recorre el cielo, el templo va cambiando de color y las piedras reflejan unas u otras tonalidades. ¡Qué razón tenía el maestro! Es como una iglesia nueva cada día, cada hora, como si continuamente naciera un nuevo templo, porque aunque la piedra está muerta, el sol está vivo y cada día es diferente; nunca se verán los mismos reflejos.”

El calor dentro era sofocante, pero merecía la pena permanecer unos minutos contemplando extasiados las nervaduras de los techos, las columnas y el resto del armonioso conjunto en uno de los ejemplos de gótico menos contaminados que se conservan en España. Salimos de Santa María del Mar con otros ojos… Sin duda un lugar mágico que es visita obligada. Fue uno de los lugares que más nos impresionó.

Una vez fuera y al tomar la calle Argentería pasamos delante de la tienda de Kukuxumusu, presidida por dos burros en los balcones (símbolo de Cataluña). Y en medio, tras una ventana, un simpático asno coceaba a un toro que salía por los aires.

Aún era pronto para ir a la estación, por lo que callejeamos de nuevo por el Barrio Gótico hasta la Plaza del Rey que se ha convertido en uno de nuestros lugares favoritos. En la fachada del Palacio del Lloctinent, sede del Archivo de la Corona de Aragón, un músico callejero se puso a tocar un extraño instrumento con aspecto de ovni y color broncíneo que resultó llamarse hang y que es un invento suizo del año 2000. Vamos, que no es un milenario instrumento tibetano ni nada por el estilo. Nos quedamos embobados al ver cómo lo tocaba. Es un instrumento de percusión, ya que se toca golpeándolo con las manos, pero que tiene un peculiar sonido.

En ese momento sonó la alarma del móvil, la señal de que nuestro tiempo en Barcelona se había terminado. Llegaba la hora de marchar a la estación. Entramos por Jaume I y tras un trasbordo en Verdaguer, llegamos a Sants. El viaje había llegado a su fin.

28 de septiembre de 2010

En Barcelona (IX): Homenaje a El Molino, lluvia en el Parque Güell y lío en el metro

El objetivo del día era hacer una visita al Parque Güell, un lugar apartado de la ciudad y pensado por Gaudí en un principio como residencia para ricachones. Hoy es una de las principales atracciones turísticas de Barcelona.

Antes hicimos una breve visita a uno de los templos del Pararelo que, en el momento de escribir estas líneas, se hallaba al final de su largo periodo de restauración que ha durado más de una década. Me refiero a El Molino, el legendario teatro creado a finales del siglo XIX por un emigrante andaluz para posteriormente ser la versión española del Moulin Rouge parisino. La historia de este local es apasionante. Si tenéis oportunidad, buscad información, no os defraudará. El nuevo Molino conserva intacta su clásica fachada con sus aspas inconfundibles, pero añade nuevas dependencias y una pantalla LED ondulada que cubre los varios pisos que rebasan el edificio primigenio.

Ahora sí, llegamos al parque tras un viaje en metro no muy largo, pero sí con largas caminatas bajo tierra. Cruzamos pasadizos, subimos y bajamos escaleras (mecánicas y no) y contemplamos también el ecléctico -y dudoso estéticamente- estilo de las estaciones del metropolitano barcelonés. Lo calificaría como lúgubre y oscuro, con las paredes de algunos andenes pintadas de negro. Salimos agotados en la estación de Plaza de Lesseps, donde prosiguen las obras de la línea 9 que, esperemos que cuando esté terminada, esté mejor ventilada. Por el bien de los barceloneses a los que no les gustan las saunas.

Tomamos la Travessera de Dalt hasta el cruce con la Avenida del Santuario de Sant Josep de la Muntanya, una calle que intuyo que conducía a la pequeña población del mismo nombre, hoy engullida por Barcelona. Tras subir esta endiablada cuesta, tomamos unas escaleras mecánicas que completarían el tramo más arduo hasta el Parque Güell. Ya más animados entramos en él no por la puerta principal –por la que saldríamos más tarde- sino por la secundaria, en uno de los extremos del parque. Tras seguir un caminito de tierra llegamos hasta la famosa explanada con el ondulado banco de mosaicos de azulejos rotos. Cuenta la historia que Gaudí utilizó los restos que había en una fábrica de cerámica cercana para su revestimiento, siendo sin duda un pionero del reciclaje de materiales e inventor de una nueva técnica, el “trencadís”. Los diseños que recubre el banco no son del arquitecto, sino de Josep María Jujol. Los tres mil metros cuadrados de la plaza sirve de enorme recogedor de agua. A través de la Sala de las Cien Columnas que está justo debajo se canaliza hasta un depósito utilizado para regar el parque y para alimentar la fuente de la escalinata.

Sentados en este banco vimos a los turistas agolpados, gesticulando y haciendo fotos, a las palomas pelearse por un pedazo de pan, a virtuosos guitarristas callejeros tocando a seis manos sus instrumentos y las nubes amenazando tormenta entre un sol que nos quemaba. Al fondo, un perfil ya inolvidable, el de Barcelona, y que hemos contemplado desde múltiples ángulos estos días.

La visita por el Parque Güell continuó primero por el llamado Pórtico de la Lavandera, con sus columnas que se mimetizan a la perfección con el paisaje, y después por la famosa escalinata de la salamandra (o el dragón). Es curioso que compartiendo el terreno del parque exista un colegio. El alboroto y los gritos de los niños, que comenzaban aquel día las clases, competían con los murmullos y los clics de las cámaras fotográficas. En la escalinata, que es sin duda el lugar más conocido de todo el parque, los visitantes pierden la vergüenza y la compostura arremolinándose para inmortalizarse de las maneras más insospechadas y en las posturas más ocurrentes. Nos costó encontrar nuestro hueco para hacernos la famosa foto. Subimos después hasta la Sala Hipóstila o Sala de las Columnas, con sus famosos techos de mosaico y sus plafones, que nos parecieron paellas valencianas.

Dimos por finalizada la visita entrando en la tienda de recuerdos que se encuentra en una de las casitas de cuento de hadas que hay en la entrada principal. El pequeño recinto lo ocupaban principalmente japoneses. Parece que son los más aficionados a llevarse recuerdos de sus visitas. O tal vez son los que más repleta tienen la billetera. Y dentro, todo tipo de objetos. Las clásicas tazas, camisetas, posters, postales, lápices e imanes de nevera entre otros. Predominaban las reproducciones de los mosaicos del parque y dibujos del skyline de Barcelona. Yo no pude evitar llevarme algún recuerdo de mi estancia.

La lluvia nos sorprendió poco antes de salir de la tienda. Por una de las ventanas vimos a los turistas huir en desbandada para ponerse a resguardo. Los más precavidos abrieron sus paraguas para luchar contra el chaparrón. De pronto la escalinata más famosa y fotografiada de Barcelona se quedó prácticamente vacía. Sólo algunos valientes volvieron a salir convenientemente pertrechados. Guardé la cámara y corrimos hasta una cavidad –el Refugio de Carruajes- que había frente a nosotros. Aunque más de que para carruajes, ahora servía de refugio improvisado para los visitantes. Su parte central estaba ocupada por unos músicos que tocaban melodías de estilo indefinible. Sentados alrededor, los turistas miraban y escuchaban absortos el concierto. Fuera seguía la lluvia.

Este rito ceremonial de hombres de las cavernas postmoderno quedó desvirtuado cuando dejó de llover. Muchos de nosotros abandonamos el trance y posteriormente la cueva para continuar nuestro camino.

Teníamos todavía unas cuantas horas, así que iniciamos nuestro viaje al Tibidabo. El calor y la humedad tras la lluvia era asfixiante y hacía el camino casi insufrible. Había salido el sol tímidamente. De nuevo en la Plaza de Lesseps descansamos un poco para reponer líquidos y nos metimos en el metro con la intención de llegar hasta la cumbre de la montaña del Tibidabo. Finalmente desistimos del intento. Nos hicimos un lío entre metro y FGC (Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya) por culpa de la señalización entre uno y otro, con símbolos, colores y tipografías indistinguibles. Además no íbamos ya muy sobrados de tiempo. Estábamos en medio de la estación de Diagonal, sin saber si estrangular al empleado de metro que nos estaba mirando o dar nuestro brazo a torcer y aceptar que nos habíamos equivocado. Hubiera estado bien haber subido por la Avenida del Tibidabo montados en el tranvía azul… En otra ocasión será. Así que un consejo para futuros viajeros: planificad bien vuestros viajes en metro, en especial si tenéis que combinarlos con los trenes de la FGC.

Después de este error técnico, salimos a la superficie en el Paseo de Gracia, a la altura de “La Pedrera”. Decidimos comer algo por la zona. A las 21 horas salía nuestro tren. Sólo quedaban cinco horas, las últimas en Barcelona.

27 de septiembre de 2010

En Barcelona (VIII): Raval multiétnico, paseo entre tumbas y cena en Les Quinze Nits

Esa noche teníamos planeado salir a cenar a Les Quinze Nits sin que nos desanimara la cola bastante voluminosa que se formaba casi de continuo a la entrada. Para llegar a Las Ramblas cruzamos por el Carrer Nou de la Rambla, una calle que comienza en la Avenida del Paralelo y que en tiempos debió ser sórdida, pero que ahora parecía bastante transitada, y hasta hay una comisaría de los Mossos d’Esquadra. Recordé que a apenas dos calles de allí se sitúa la acción del estupendo documental de José Luis Guerín “En Construcción” que narra la transformación del barrio del Raval, contada por boca de los operarios, albañiles y los vecinos del barrio directamente afectados. De hecho, el campanario del monasterio románico de Sant Pau del Camp, uno de los puntos de referencia del documental, la podíamos ver desde la ventana del hotel, aunque cubierto por una malla verde de obra.

A un lado y a otro montones de establecimientos de kebaps, djawarmas y tiendas especializadas en comida árabe, paquistaní y otras delicias africanas u orientales. También alguna que otra tienda de diseño informal pero de decoración muy cuidada y exquisita. Por sus aceras transita gente de todo tipo: locales, inmigrantes con sus túnicas blancas y gorros al estilo paquistaní, y turistas, muchos turistas. Poco antes de desembocar en Las Ramblas está el Palacio Güell de Gaudí, pero cubierto por unos paneles de obra, señal inequívoca de que está prevista su restauración en breve. El portal, que es lo más interesante del edificio, no lo pudimos ver.

Nuestra llegada a Les Quinze Nits tuvo que esperar un poco. Aún queríamos recorrer algunas callejuelas de la Ciutat Vella para ir a la Plaza de la Villa de Madrid, donde hace unos años se descubrió un cementerio romano de los siglos I al III. El ayuntamiento ha tenido una buena idea dividiendo la plaza en dos niveles. El superior, que es la línea del suelo actual, y el inferior, donde puede verse una vía sepulcral con tumbas a ambos lados. Esta vía es transitable, pero el acceso estaba provisionalmente vallado. De todos modos si os pasáis por aquí os sorprenderá. Y si lo hacéis cuando ya ha oscurecido, mucho más.

El camino para llegar a la plaza también fue una pequeña aventura. Saliendo desde la Plaza Real, e intentando caminar en dirección paralela a Las Ramblas, el entramado estaba formado por un laberinto de pequeñas placitas con terrazas y callejones oscuros (al estilo de lo que ya habíamos visto en días anteriores) que daban un poco de miedo. Por alguno de ellos ya habíamos cruzado otros días. Nuestra ruta discurrió por las calles de Ferrán, Raurich, Plaza de Sant Josep Oriol, Plaza del Pi, Petritxol, Portaferrissa y d’En Bot.

Ya de vuelta nos pusimos a la cola. Pero apenas estuvimos un par de minutos. Un camarero rápidamente nos pregunto si queríamos cenar dentro del restaurante o en la terraza. La pregunta nos hizo dudar un momento, pero elegimos dentro. Fuera no había sitio y suponíamos que la espera sería más larga. El local era agradable, amplio y bien decorado. Las camareras, de una raza oriental casi indeterminada eran simpáticas aunque les costaba entendernos. El tipo de cocina de Les Quinze Nits es mediterránea y combina todas las tradiciones culinarias del Mare Nostrum, desde el pescado hasta las carnes pasando por la pasta o los vegetales. Todo con una elaboración bastante correcta y una presentación excelente. Coincidimos en que la calidad-precio era buena, aunque quizás las raciones servidas de alguno de los platos eran un poco escasas.

Tras una agradable sobremesa bajamos a tomarnos algo en la cervecería Canarias, donde estuvimos dos días antes. Para no variar estábamos exhaustos y ya empezábamos a soñar con la cama. En medio de una repentina y fugaz lluvia tomamos el camino del hotel.

NOTA: No, hoy no hay fotos. Durante ese tiempo no hice ninguna.

26 de septiembre de 2010

En Barcelona (VII): Medusas y comida de supermercado en La Barceloneta y paseo en Las Golondrinas

Un viento fresco, más que brisa, nos golpeaba en la cara. A pesar de todo, el sol era abrasador. Anunciaron por la megafonía la presencia de medusas en el mar: “Cualquiera con especial sensibilidad en la piel debe abandonar el agua”. Entre las medusas y los mosquitos tigres no va a haber quien pare. Cosas del cambio climático. La fauna de la playa, animales aparte, era la típica de estos lugares: figurines de gimnasio que exhiben sus músculos, señoras mayores quejándose, niños revoltosos y gritones y demás especimenes que todos hemos visto alguna vez. No se puede decir que las instalaciones estén muy cuidadas, pero al menos las hay (aseos, duchas, etc…). Me fijé también en unos letreros del ayuntamiento en forma de bocadillos de cómic, como si la arena hablase, con diversos mensajes llamando al civismo de la gente. Frente a nosotros, sumido en una ligera bruma, el lujoso e imponente Hotel W, de reciente construcción. Una enorme vela de vidrio en el vértice de la península de La Barceloneta. Desde allí se veía como los aviones que se aproximaban al aeropuerto del Prat pasaban detrás de él.

El mar, el viento y los niños rugían frente a nosotros. Era la llamada de la playa. La hora de ponerse en marcha. Nos descalzamos y nos remangamos los pantalones para comenzamos un paseo por la orilla, esquivando infantes diabólicos que lanzaban arena a diestro y siniestro y vigilando que las olas no nos mojaran más de lo imprescindible. Sólo fueron unos pocos minutos donde sufrimos más que disfrutamos.

Después de la aventura playera y con los pantalones completamente empapados, huimos de la arena hacia tierra firme, donde nos secamos tranquilamente en un banco mientras las gentes del barrio, tanto nativos como inmigrantes de cualquier nacionalidad, conversaban o dormitaban cerca de nosotros. En un pequeño supermercado cercano regentado por uno de ellos compramos todo lo necesario para un improvisado y precario festín en plena calle. No pude dejar de pensar en los contrastes que hemos visto en pocos metros. Si al principio de nuestro viaje playero el pijerío de diseño y la superficialidad era lo que mandaba, aquí la lucha es por la supervivencia, vendiendo latas de refrescos por la playa o con otro tipo de negocios más o menos legales. Seguimos caminando por la Barceloneta hasta los pies del Hotel W, uno de los nuevos símbolos de la ciudad. La playa a la que da nombre el barrio pasa aquí a llamarse de San Sebastián, donde incluso existe una zona habilitada para el nudismo, aunque vimos que pocos son los que se suman a esta práctica.

Convenimos en que desde aquí lo mejor era dirigirnos hasta Las Golondrinas. Para ello tomamos el Paseo de Juan de Borbón. Pasamos junto a la torre de San Sebastián del teleférico del puerto. Esta y la de Jaume I, en las cercanías del World Trade Center, son las dos de las que consta esta infraestructura inaugurada en 1929 con motivo de la Exposición Internacional que se celebró en la ciudad aquel año. Este es el punto desde el que comienza (o finaliza) el trayecto que lleva hasta Montjuic. Nos paramos a curiosear. Había una cola mínima para montar, pero no podíamos esperar. Estábamos muy justos de tiempo y no queríamos perdernos el viaje en barco. Continuamos hasta llegar a la Marina del Port Vell y al Palau del Mar, unos antiguos almacenes portuarios, donde está la sede del Museo de Historia de Cataluña. A partir de aquí tomamos el camino hasta el muelle de Las Golondrinas. Comenzábamos a estar cansados, así que cuando nos montamos en el barco, nuestras piernas pudieron descansar por fin.

La ruta en Las Golondrinas son un clásico del turismo barcelonés que lleva funcionando –cómo no- desde 1888. Todo el mundo que visite la ciudad debería montar. Ruiz Zafón habla de ellas en “La Sombra del Viento”:

“Anduve callejeando sin rumbo durante más de una hora hasta llegar a los pies del monumento a Colón. Crucé hasta los muelles y me senté en los peldaños que se hundían en las aguas tenebrosas junto al muelle de las golondrinas. Alguien había fletado una excursión nocturna y se podían oír las risas y la música flotando desde la procesión de luces y reflejos en la dársena del puerto. Recordé los días en que mi padre y yo hacíamos la travesía en las golondrinas hasta la punta del espigón. Desde allí podía verse la ladera del cementerio en la montaña de Montjuïc y la ciudad de los muertos, infinita.”

El barco nos paseó por todo el litoral de Barcelona, pudiendo contemplar algunas de sus mejores vistas (y más inéditas). No sé si es una impresión mía, pero descubrí que la mejor manera de ver cómo está planificada la ciudad es desde el mar. Desde aquí se ven, por supuesto, las playas, las diferentes ampliaciones urbanas de la costa, las faldas de la sierra de Collserola al fondo, y los ríos Llobregat y el Besós, que los limitan a un lado y a otro.

Llegamos hasta lo que fue el recinto del Fórum de las Culturas, un polémico y fallido evento que tuvo lugar en 2004 y que permitió que los especuladores inmobiliarios y las constructores se enriquecieran y dejaran una zona urbanizada pero anodina. Buen rollito multiétnico oficial tan impostado como vacío. Mucho más cuando sabemos que la verdadera multiculturalidad de Barcelona está en el Raval, como pudimos comprobar más tarde. Hasta la central térmica del Besós, con sus estilizadas chimeneas y que está al lado, es más bonita.

A la vuelta, el barco se acercó hasta el Muelle Oriental y el de Poniente, donde atracan las naves más grandes, tanto de pasajeros como de mercancías. Por el puente que los comunica transitan incansables los camiones con los contenedores de mercancías provenientes de todos los rincones del mundo.

25 de septiembre de 2010

En Barcelona (VI): El mamut de la Ciudadela y pijos en la Villa Olímpica

Nuestro primer destino del tercer día fue el Parque de la Ciudadela (Parc de la Ciutadella). Para llegar tomamos el metro hasta la estación de Ciutadella-Vila Olímpica. Nos perdimos un poco y rodeamos el recinto por la calle Wellington para dar con el Paseo de Pujades. Desde allí nos encaminamos hasta su entrada principal. Al menos nos sirvió para ver los modernos tranvías que circulan por algunas zonas de Barcelona, transitando por unas medianas cubiertas de césped que ocultan los raíles. Hubiera sido interesante subir a alguno de ellos. Dimos con el Paseo de Lluís Companys, construido para la Exposición Universal de 1888 a semejanza de los Campos Elíseos de París, con vistosas estatuas y farolas y un arco de triunfo de ladrillo en su inicio bastante aparente. Mendoza, en “La Ciudad de los Prodigios” lo describe así:

“Este arco, que aún hoy se puede admirar, era de ladrillo visto y estilo mudéjar. En la arcada figuraban los escudos de las provincias españolas; el de Barcelona estaba en la clave del arco. También había dos frisos, uno por cada lado; en los frisos unos relieves representan estas dos escenas: la adhesión de España a la Exposición Universal de Barcelona (en recuerdo de las disidencias habidas) y Barcelona en actitud de agradecer a las naciones extranjeras su asistencia. En ambos frisos la simbología era poco rigurosa. El Arco de Triunfo daba paso al Salón de San Juan, una avenida amplísima, arbolada, pavimentada con mosaicos y adornada por grandes farolas y también por ocho estatuas de bronce que recibían al visitante. Pase usted, parecían decir.”

El pasado de la Ciudadela es un tanto lúgubre. Su origen hay que buscarlo en el siglo XVIII, cuando el rey Felipe V construyó en este lugar una fortaleza que serviría para vigilar de cerca los posibles levantamientos de los barceloneses tras la ocupación de la ciudad por parte de las tropas borbónicas en 1714. Para ser erigida fueron derribadas más de 1200 viviendas. Buena parte del barrio de la Ribera fue destruido y sus habitantes tuvieron que desplazarse hasta lo que hoy es la Barceloneta. El odio de los nativos por el castillo de la Ciudadela fue tal que, en 1868, con la llegada de la Revolución Gloriosa, se decretó su demolición total y la donación de los terrenos a la ciudad. De la fortaleza primitiva se conservan el arsenal, la capilla y el palacio del gobernador.

El Parque de la Ciudadela también tiene un hueco en “La Ciudad de los Prodigios”:

“La Ciudadela, cuyo recuerdo vergonzoso aún perdura, cuyo nombre es sinónimo todavía de opresión, surgió y desapareció del modo siguiente: En 1701 Cataluña, celosa de sus libertades, que veía amenazadas, abrazó la causa del archiduque de Austria en la Guerra de Sucesión. Derrotado este bando y entronizada en España la casa de Borbón, Cataluña fue castigada severamente. La guerra había sido larga y encarnizada, pero sus secuelas fueron peores aún. Los ejércitos borbónicos saquearon Cataluña; contaban con la connivencia de los mandos y no escatimaron la inquina. […] Felipe V, duque de Anjou, era un monarca ilustrado. No era sanguinario, pero consejeros malintencionados le habían hablado pestes de los catalanes […] Por ello hizo construir en Barcelona una fortificación gigantesca, donde albergó un ejército de ocupación presto a salir a sofocar cualquier levantamiento. A esta fortificación se la llamó desde el principio «la Ciudadela». En la explanada de la Ciudadela eran ahorcados los reos de sedición; allí los cuerpos sin vida de los patriotas ejecutados eran dejados para pasto de los buitres. Por fin, al cabo de un siglo y medio de existencia, fueron demolidos los murallones de la Ciudadela. […] Del recinto se decidió hacer un parque público, para solaz de todos. […] A este parque se llamó y aún se sigue llamando «el parque de la Ciudadela».”

A primera vista, la Ciudadela me pareció un parque tirando a cutre, con algunas zonas al borde del abandono, pero donde se encuentran instituciones como el Parlament de Catalunya o el Zoo donde habitó el célebre gorila albino Copito de Nieve. También tuvimos un emocionado recuerdo para él. El Parlament está ubicado en lo que fue el arsenal del castillo. Es custodiado por Guardias Urbanos a caballo que hacen las delicias de los más pequeños, que no dudan en subirlos a sus lomos y dejar que los toquen. Lo mismo que el mamut de escayola a escala natural que hay en uno de sus rincones. Los niños (y no tan niños) se subían en su trompa enroscada o posaban junto a una de sus enormes patas para hacerse fotos.

Vimos también un lago pequeño pero con barcas y algunos patos. Un poco más adelante está la famosa cascada, una monumental construcción ideada para la Exposición Universal de 1888 y donde colaboró un todavía joven Gaudí. Tiene una escalinata que conduce hasta el triple arco (con vistas interesantes, no dudéis en subir) y coronadas por la escultura “La Cuádriga de la Aurora” de Rossend Nobas, hoy pintada de dorado.

Me llevé la impresión de que aquel era un parque mucho más pequeño de lo que me había imaginado. Cierto que no lo vimos todo, pero rodeamos casi todo su perímetro, así que nos hicimos una idea bastante exacta de sus dimensiones.

Visto esto pactamos ir a la Villa Olímpica y a la playa de La Barceloneta. Fue un camino a pie más largo de lo previsto, primero por el Paseo de Picasso, muy cerca del Mercado del Born, y luego por una feísima Avenida de la Circunvalación. En realidad, era la parte trasera del zoológico y del acuario por un lado, y las vías del tren de las Estación de Francia por el otro. Pero nos las arreglamos para llegar hasta la Plaza de los Voluntarios (Olímpicos, se entiende) y su escultura de David y Goliat. El aspecto de la ciudad cambia completamente aquí. En dirección a la costa, hoteles, algunos bastante lujosos, coches descapotables de alta gama y ambiente pijo-playero en general. En tiempos de los Juegos Olímpicos, el movimiento aquí tuvo que ser espectacular. Por fin llegamos a la playa, exhaustos para variar, muy cerca de las torres del Hotel Arts, la de MAPFRE y del famoso pez metálico obra de Frank Gehry.

24 de septiembre de 2010

En Barcelona (V): Más gato que liebre en la Catedral, trece ocas, sardana en Sant Jaume y rincones oscuros en La Boquería

Al final de Portal del Ángel la calle se bifurca y cambia de nombres. Por un lado la calle Portaferrissa y por el otro el Carrer dels Arcs. Justo en ese lugar hay una fuente con dos caños de chorros más bien escasos. Detrás, en una ventana del Palacio de los Condes de Pignatelli, sede del Real Círculo Artístico de Barcelona, una fotografía de Dalí sujetando un pez y otro objeto indefinible vigilaba nuestras maniobras de repostaje. Llenar una botella podía acabar fácilmente con cualquier impaciente. Cuando terminamos, tomando el Carrer dels Arcs, llegamos en un momento a la Plaza Nueva, donde está la Catedral. Las obras de restauración de la fachada de la seo están ya muy avanzadas. Sólo una parte de la gran torre principal sigue oculta bajo un entramado de andamios. En el lado opuesto de la plaza avistamos un enorme y cómodo banco corrido cuyos principales usuarios eran jubilados curiosos y turistas que contemplaban el monumento con calma o, simplemente, fisgoneaban.

Cuando nuestras piernas descansaron, entramos. No pudimos recorrerla toda porque se estaba celebrando una misa en ese momento. Algunas partes estaban acordonadas y dos vigilantes de seguridad seguían con la mirada los pasos de los infieles profanadores. Otro uniformado vigilaba, esta vez el atuendo de las visitantes, impidiendo el paso a todas aquellas que no vistieran con decoro (o sea, la mayoría). Todos sabemos que Barcelona es una ciudad de perdición. En la mayoría de los casos, un pañuelo hacía las veces de improvisado chal, tapando lo que no se puede enseñar en una iglesia. La última vez que vi algo así fue en El Valle de los Caídos.

Un último detalle sobre la Catedral. Que no os den gato por liebre: la fachada principal tiene más de gato que de liebre. Lo que puede verse hoy tiene poco más de un siglo de existencia. Partiendo de la fachada original interrumpida en 1408, el arquitecto Josep Oriol Mestres recibió en 1882 el encargo de terminar el templo siguiendo un estilo gótico (neogótico más bien). El resultado, hay que reconocerlo, es espectacular. Las obras no culminaron hasta 1913, fecha en la que se finalizó el cimborrio.

Técnicamente ya habíamos entrado en el Barrio Gótico, pero decidimos oficializar la entrada haciéndolo por el Carrer del Bisbe. En su nacimiento se conservan algunos restos de la muralla romana, la primera que se levantó, incluyendo parte de una de las puertas. A los pocos metros, una puerta en la placita de Andreu Garriga Bachs nos llamó la atención. Era la de Santa Eulalia que nos condujo hasta el hermoso claustro gótico de la Catedral. En él habitan unos curiosos seres: trece ocas. Todo tiene su explicación y su historia. Santa Eulalia, la co-patrona junto con La Merced de Barcelona, fue martirizada allá por el 303 por su condición de cristiana y muerta a los trece años. También cuenta la tradición que pastoreaba ocas en el entonces pueblo de Sarriá. De ahí que estos animales vivan ahí desde tiempos inmemoriales y que sean precisamente trece. En especial los niños disfrutan mucho viendo y dando de comer a estos bonitos animales. Ildefonso Falcones, en su novela “La Catedral del Mar” trata sobre ella:

“Santa Eulàlia sufrió martirio en época romana, en el año 303. Sus restos reposaron primero en el cementerio romano y después en la iglesia de Santa María de las Arenas, que se construyó sobre la necrópolis una vez que el edicto del emperador Constantino permitió el culto cristiano. Con la invasión árabe, los responsables de la pequeña iglesia decidieron esconder las reliquias de la mártir. En el año 801, cuando el rey francés Luis el Piadoso liberó la ciudad, el entonces obispo de Barcelona, Frodoí, decidió buscar los restos de la santa. Desde que fueron hallados, descansaban en una arqueta en Santa María.”

Otro de los aspectos a destacar de este lugar es la pequeña fuente coronada por una no menos diminuta escultura de San Jorge matando al dragón. Un sitio sorprendente que merece la pena visitar, no sólo por esta peculiaridad, sino por su calidad arquitectónica y artística.

Siguiendo por el Carrer del Bisbe nos encontramos con el cruce de la calle de la Piedad. En una esquina, un hombre se desgañitaba cantando una ópera de Rossini. Algunos espectadores seguían la actuación con sus cámaras. Un poquito más adelante está el famoso puente que comunica el palacio de la Generalitat con la Casa de los Canónigos, de estilo neogótico, construido en 1928 por Rubió i Bellver aprovechando las reformas del edificio del gobierno autonómico. Se ha convertido de facto en uno de los símbolos de este barrio. Tras hacer una parada para entrar en una típica tienda de recuerdos llegamos por fin a la Plaza de Sant Jaume, centro histórico de la Ciutat Vella ahora y hasta el siglo XX de toda Barcelona. No fue hasta los albores del pasado siglo cuando la Plaza de Cataluña le robó el protagonismo. Desde tiempos inmemoriales este lugar siempre ha sido el centro administrativo de la urbe. Se sitúa en lo alto de un montículo, bautizado por los romanos como Mons Taber. En dos lados de la plaza están las sedes de la Generalitat de Catalunya y del Ayuntamiento de Barcelona con un Mosso d’Esquadra y un Guardia Urbano custodiándolas respectivamente. Las fachadas de ambos son relativamente recientes: siglo XVII en el caso de la Generalitat y XIX en el de la Casa de la Ciudad o Ayuntamiento, aunque el resto de las dos edificaciones tienen su origen en la época medieval.

En un rincón, una asociación llamada “Catalunya Sardanista” había organizado un acto reivindicativo-musical donde, en la práctica, algunos abueletes animosos se marcaban unos pasos del tradicional baile. Mientras tanto, el Mosso d’Esquadra custodio de la Generalitat miraba los progresos de los bailarines con más resignación que orgullo patrio.

En la esquina con la calle Llibretería nos sentamos a recapitular, todavía con los ecos de la sardana de fondo. Finalmente tomamos la dirección opuesta a la que habíamos pensado inicialmente. Nuestro objetivo era la Plaza del Rey, pero antes paramos a tomar un helado que hizo las delicias de nuestros paladares. Dimos con la plaza y en ella un grupo balcánico tocaba acelerada música gitana o judía (resulta difícil precisar), con bastantes espectadores. Nos sentamos en los escalones de la entrada a la Capilla Real de Santa Ágata a terminarnos el helado y a disfrutar del concierto. Hubiera sido interesante haber visitado el Museo de Historia de Barcelona, que ocupa el Palacio Real Mayor, formada por la propia Capilla –con su imponente torre octogonal-, el Salón del Tinell y el Palacio del Lloctinent. En el subsuelo del museo se conservan in situ ruinas de la Barcino romana. Pero nuestro tiempo era escaso y lo teníamos perfectamente distribuido.

Llegamos a la conclusión de que pululando por las estrechas y, a veces, inquietantes callejuelas de la zona antigua, uno puede descubrir rincones con cierto encanto, como la Plaza del Pi y las zonas adyacentes, con sus terracitas discretas y recoletas, sólo iluminadas por pequeñas lamparitas. Algo parecido a lo que vimos minutos más tarde tras cruzar las Ramblas y adentrarnos por lo que después resulto ser uno de los laterales del mercado de La Boquería. Terracitas con bonita decoración, pero frente al parking oscuro y de aspecto poco tranquilizador –por lo menos de noche- de la plaza de la Gardunya. En algunos de sus descampados, los más oscuros, había personajes en grupos de dos o tres, realizando tareas no identificables. Preferimos no acercarnos más para comprobarlo y nos dimos la vuelta. Retornamos a las Ramblas para cenar y reorganizar el resto de días que aún nos quedan en la ciudad. La excursión al Tibidabo se postpone, y hemos decidido dedicar algún tiempo a la Barceloneta, al Parque de la Ciudadela y a la zona de las playas.

Después de la cena nada mejor que un tranquilo paseo Ramblas abajo hasta los muelles del Port Vell, donde acabamos sentados en un incómodo banco. Frente a nosotros la montaña de Montjuic, el muelle de los ferrys, la estatua de Colón y el World Trade Center. La curiosidad se nos despertó al ver unas boyas con forma de hombrecillo mirando al cielo, con los brazos cruzados a la espalda y las piernas abiertas. No supimos de qué se trataba. Mientras tanto, veíamos las lucecitas parpadeantes de los aviones que despegaban y aterrizaban a lo lejos…



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