Nadar a contracorriente es complicado, nada contra dos corrientes es prácticamente imposible. Durante casi un año y medio he luchado contra el gigantesco torrente de “información” escupida por los medios de comunicación de forma unánime acerca de la pandemia del COVID-19 –con una tendencia preocupante a la alarma y al tremendismo tal y como ocurre con muchos otros temas– intentando en vano encontrar información seria y alternativa que no cayera en el “negacionismo” ni en las teorías chuscas que circulan por las redes sociales extendiéndose como la basura que son.
Prácticamente desde que se decretó el estado de alarma el 14 de marzo de 2020 quería escribir una reflexión que, a buen seguro, es compartida por más personas. Estoy convencido de que hay mucha gente cabal y razonable que piensa por sí misma y que no estuvo ni está de acuerdo con las medidas tomadas por los diversos gobiernos, autonómicos, nacionales o locales de todo pelaje para combatir el coronavirus pero que tampoco, insisto en esto, han caído en teorías absurdas sobre el virus, su letalidad o las vacunas.
A la vez que posponía esta escritura también iba madurando las ideas, aunque con un fundamento que no ha cambiado: la desproporción legal y social de las medidas tomadas por muchos gobiernos de países y, en especial, por el gobierno español, ajustando con calzador al ordenamiento jurídico algunas cuestiones, como un estado de alarma “supervitaminado” que según numerosos juristas rebosaba lo establecido en la Constitución Española.
Otro de los asuntos que he ido “rumiando” a lo largo de meses es la utilización de mascarillas en exteriores. Sin entrar en que la mayor parte de nosotros la utilizamos mal y por tanto baja mucho su efectividad (entra o sale aire por donde no debe, la tocamos demasiado, se cae por estar demasiado floja, etc), la propia OMS en su página web dedicada a este tema no establece recomendaciones sobre su uso al aire libre. Es fácilmente comprobable en esta dirección, donde se recomienda lo siguiente:
“En las zonas donde circula el virus, se deben usar mascarillas cuando se está en lugares concurridos, donde no se puede estar al menos a un metro de distancia de los demás, y en habitaciones con ventilación deficiente o desconocida. No siempre es fácil determinar la calidad de la ventilación, que depende de las tasas de renovación de aire, de aire reciclado y de aire fresco del exterior. De modo que si tiene alguna duda, es más seguro usar una mascarilla. […] En entornos públicos cerrados, como centros comerciales, edificios religiosos, restaurantes, escuelas y transportes públicos concurridos, debe usar una mascarilla si no puede mantener la distancia física con los demás.”
Es evidente que las recomendaciones de la OMS no van en la misma línea que la legislación sobre la “nueva normalidad” dictada por el gobierno español, que establece que la mascarilla ha de llevarse en todo lugar y momento, dejando muy pocas excepciones, como la exención mientras se realiza ejercicio físico.
Y el hecho definitivo que me ha llevado a escribir ahora es un libro que a priori, porque todavía no he terminado de leerlo, recoge muchos de estos pensamientos míos de tantos meses sobre la tercera vía y nadar contra dos corrientes poderosas. Su título es ‘Covid-19. La Respuesta Autoritaria y la Estrategia del Miedo’. Por primera vez desde que todo comenzó he encontrado reflexiones similares a las mías, mucho mejor argumentadas y documentadas, y añade algunas más bastante interesantes, como la monopolización de las protestas contra las medidas del gobierno español por parte de la derecha y la ultraderecha. Quizás haga una reseña de este ensayo cuando finalice su lectura.
Otro de los aspectos “chirriantes” en las medidas anti-covid es el celo excesivo con el que las diferentes fuerzas del orden (me da lo mismo una que otra) han vigilado y vigilan el cumplimiento de las medidas, a menudo provocando situaciones poco deseables y con un afán sancionador que, afortunadamente, ha sido corregido a la hora de tramitar las propuestas de sanción impuestas por los agentes, archivándose la mayoría o llegando a un punto en el que es imposible su cobro por no estar legalmente fundamentadas.
La conclusión a la que me lleva esta reflexión sobre lo ocurrido en los últimos meses es bastante inquietante, porque es la historia de cómo una sociedad moderna del primer mundo, con todo tipo de información a su disposición, no es capaz de levantar la voz, armar un movimiento organizado de reacción contra las medidas ni tener un espacio en los medios me parece desesperanzador. Máxime cuando muchos disparates y teorías tontas sí lo han tenido (aún resuenan los “cacerolos” y las entrevistas a Miguel Bosé). La única esperanza que nos queda es haber aprendido de estos “errores” y que la sociedad civil despierte cuando sufra recortes o supresión de derechos fundamentales en una democracia moderna como se supone que es la nuestra.