rmbit - La bitácora personal de Ricardo Martín
La bitácora personal de Ricardo Martín
Comentando cosas desde 2004
12 de octubre de 2010

El ¿falso? documental de/sobre Banksy

Acabo de ver ‘Exit Through the Gift Shop’, el largometraje documental de Banksy. Ha sido una sorpresa, porque no tiene absolutamente nada que ver con lo que me había imaginado. Cierto que el grafitero y artista urbano de Bristol Banksy sale en pantalla (convenientemente pixelado o encapuchado), pero, como bien dice al principio, no es un documental sobre él, sino sobre Thierry Guetta, un personaje que ha utilizado casi como una metáfora viviente del alocado mundo del arte y las tendencias contemporáneas.

Y lo cierto es que Guetta da mucho de sí. Francés emigrado y casado en Los Ángeles, tenía una manía compulsiva por grabar con sus videocámaras todo aquello que veía. Por una casualidad tomó contacto con el mundillo del street art a través de su sobrino en Francia, llamado Invader. Él fue quien lo introdujo y le permitió grabar a los más famosos artistas y activistas del movimiento urbano a lo largo de varios países. Hasta dar con Banksy, que ya en aquellos momentos (hace unos cuatro años) era una celebridad underground. Se convierte en el único que le permite filmar sus acciones. Guetta aprende de sus maestros, eso sí, a su manera y bajo el pseudónimo de Mr. Brainwash se lanza a crear su propio arte y sus acciones. En 2008 organiza una enorme exposición en Los Ángeles con la ingente cantidad de obras que ha creado, a menudo copiando descaradamente a quienes fueron objeto de sus filmaciones.

Mucho se ha comentado sobre si realmente Mr. Brainwash es real o un alter ego del propio Banksy. Si es así, el falso documental sería una verdadera genialidad. Incluso sin conocer nada sobre Banksy o el arte urbano, la película es muy disfrutable. Tiene momentos memorables y en su conjunto es ágil, fresca y entretenida, con toques de ironía. Pero si alguna vez se confirmara oficialmente la falsedad de la historia contada, podría ser una de las obras cinematográficas más innovadoras y sorprendentes de los últimos tiempos (quiero decir décadas). Como siempre, Banksy jugando con los medios y con los espectadores, borrando el límite entre lo real, lo imaginario y aquello que nos hace reflexionar sobre el mundo actual o nos remueve algo por dentro. ¿Aún alguien duda de que es el artista del siglo?.

8 de octubre de 2010

‘Madrid Me Mata’

El próximo número del fanzine digital ‘200 Días en Sing Sing’ estará dedicado a las publicaciones gráficas más emblemáticas de los ochenta en España. Mientras llega vamos a recordar una de las revistas más influyentes de esa etapa: ‘Madrid Me Mata’. Fue el soporte en papel necesario para un movimiento ecléctico, heterogéneo e iconoclasta como fue la «movida» madrileña. Sólo se publicó durante dos años, entre 1984 y 1986, pero sentó las bases del diseño, la maquetación y la comunicación gráfica actual –tal y como hoy la conocemos– en nuestro país. El encargado de este diseño era un primerizo Óscar Mariné junto con Juan Antonio Moreno.

Como bien cuenta Javier Reguera en ‘Así Se Fundó Carnaby Street‘, Mariné se inspiró –al menos a nivel gráfico– en publicaciones foráneas de vanguardia como el magazine británico I-D, siguiendo una estética cuyo origen hay que buscarlo en el pop-art, en el collage y en el «do it yourself» del movimiento punk. Pero no todo era contenido gráfico. También sirvió de aglutinante para autores, literarios o no, que dejaron su impronta en la revista. Aquí dejaron sus textos el irreverente, surrealista y anárquico Moncho Alpuente. De hecho el nombre de ‘Madrid Me Mata’ proviene de un espacio radiofónico de Radio El País en 1983 que él presentaba.

José Manuel Lechado, en su libro ‘La Movida: Una Crónica de los 80’, decía lo siguiente de ‘Madrid Me Mata’:

Esta revista se caracterizaba por su formato apaisado […]. El papel y la impresión eran de mejor calidad, y el número de páginas, más razonable. […] No solía incluir cómix y, sin embargo, presentaba mucho más petardeo, cotilleo y demás. También tenía un punto más cachondo y humorístico. […] Madrid Me Mata tenía secciones de moda, fotografía, música, actividades nocturnas y, por supuesto, mucho Madrid. A menudo sus contenidos se orientaban de acuerdo al tema de portada, y entre sus páginas desfilaba mucha publicidad «normal», lo que no le privó, sin embargo, de dificultades financieras. (Pág. 174)

6 de octubre de 2010

El Libro de Urantia

Quizás el mayor error que se puede cometer al hablar de un libro es criticarlo o comentarlo sin haberlo leído. El llamado Libro de Urantia va a ser una excepción. Permitidme que no me lo haya leído, pero es que son casi 2100 páginas y su verdadero interés es extraliterario. A grandes rasgos, este grueso volumen de tan extraño nombre está dentro de lo que se denominan libros revelados, es decir, textos que pasan de una supuesta «entidad» al papel a través de uno o varios intermediarios que lo escriben. No hace falta que os diga que yo no creo en los libros revelados. Pero el caso del Libro de Urantia es un tanto particular.

Según la mayoría de las fuentes, su origen hay que buscarlo en el Chicago de los años 20-50 (la Wikipedia establece el período entre 1924 y 1955). La historia «oficial» nos cuenta que fueron varios los receptores de los conocimientos del libro, todos ellos antiguos pacientes del reputado psiquiatra William Sandler, y agrupados bajo el nombre de The Forum. Sandler, como hombre de ciencia, siempre había sido escéptico acerca de los fenómenos inexplicables como el espiritismo o los médiums, pero lo cierto es que, mientras el grupo se reunión consiguió recopilar miles y miles de folios manuscritos. La lógica nos hace pensar que, efectivamente fueron él y su grupo los autores del libro, pero no por inspiración de seres extraterrestres o espirituales, sino bien terrenales. En 1955, finalizado el proceso, fue publicada una primera edición en inglés.

La particularidad del libro, además de su número de páginas, es que trata una gran variedad de temas. Sus supuestos autores no terrestres desgranan capítulo a capítulo la formación del universo, del Sistema Solar, la naturaleza de Dios, la historia del propio planeta de Urantia (o sea, la Tierra) y la vida y enseñanzas de Jesús de Nazaret, ¡año a año!. Todos estos asuntos son descritos con una minuciosidad y un detalle insólitos, además de con su propia terminología. El libro entra además en teorías científicas, físicas, teológicas y de otro pelaje, aportando puntos de vista radicamente diferente al conocimiento convencional y demostrando un derroche de imaginación y conocimientos en todas las disciplinas del conocimiento admirables. Por eso es posiblemente la novela de ciencia-ficción más conseguida de todos los tiempos.

Martin Gardner es uno de los estudiosos del libro más escépticos. Matemático y divulgador científico, publicó el libro ‘Urantia, ¿Revelación Divina o Negocio Editorial?’ contando sus hallazgos sobre el hermético mundo de Urantia. Descubrió también múltiples incongruencias científicas y teorías que hoy están deshechadas pero que fueron muy populares en los ambientes académicos de la época en que fue escrito el libro. En contra de lo que sería lógico, el Libro de Urantia no ha provocado tras de sí ningún movimiento de tipo mesiánico o sectario. Al contrario: apenas son un puñado los seguidores, estudiosos que analizan el tocho. Para los más curiosos y con más ánimo lector, desde 2001 el libro está bajo el dominio público, por lo que puede descargarse libremente en castellano de la web oficial de la Fundación Urantia.

5 de octubre de 2010

Llívia y la «guerra de los stops»

Los que seguís habitualmente rmbit sabéis de mi gusto por las curiosidades geográficas, o más bien las rarezas. En este caso nos quedamos en España. Bueno, entre España y Francia. Llívia es uno de esos curiosos casos, fruto de los caprichosos tratados políticos de otros tiempos. Se trata de un «exclave» de la provincia de Gerona dentro de territorio galo. Son menos de trece kilómetros cuadrados situados a siete kilómetros de distancia de la frontera española y contiene además de la población de Llívia, los de Cereja y Gorguja, aunque sin apenas habitantes. En total lo pueblan unos 1600 gerundenses.

Todo comenzó con la firma en 1659 del Tratado de los Pirineos, con el que se zanjaba entre España y Francia la Guerra de los Treinta Años. Nuestro país cedía el Rosellón, parte de la Cerdaña y otros territorios pirenaicos. Al año siguiente se completó la operación con el Tratado de Llivia, por la que pasaban a soberanía francesa treinta y tres poblaciones españolas. Lo curioso del asunto es que Llívia se quedó fuera del traspaso por tener el título de villa y no de pueblo. Una cuestión de nomenclatura (o de categoría) hizo que el municipio catalán quedara exento y se convirtiera en una rareza geográfica.

Un lugar tan peculiar como este es fuente, como os podéis imaginar, de paradojas y cuestiones extrañas. La más sonada fue la llamada «guerra de los stops», un contencioso entre Francia y España que se alargó más de veinte años. Llívia está conectada con España a través de una carretera nacional, la N-154. No es necesario por tanto cruzar ninguna frontera para llegar. La carretera española discurre por territorio francés. En 1866 se estableció por medio de un tratado que la vía sería de libre circulación, entendiendo por tal que no existiría ninguna restricción para su tránsito. El problema llegó cuando en los años sesenta del siglo XX Francia construyó dos carreteras que cruzaban la N-154, colocando señales de STOP para que los llivienses se detuvieran ante el tráfico francés. Las señales fueron sucesivamente arrancadas y vueltas a colocar por unos y otros dando lugar a este kafkiano fenómeno. El diario La Vanguardia, el 12 de mayo de 1971, llevaba la noticia a sus páginas bajo el titular de «La instalación de una señal de «stop» provoca la reacción de los vecinos»:

El cruce de la carretera internacional Llivia-Puigcerdá con la francesa de Ur a Bourg-Madame, paralela al ferrocarril francés, es punto de frecuentes accidentes de circulación, debido en gran parte al intenso tráfico y sobre todo a existir en terreno francés una casilla de Aduanas que obstaculiza la visión del cruce. Para evitar esta situación de peligro se reunió en Madrid el pasado octubre la Comisión Internacional de los Pirineos, sugiriendo los comisionados franceses que qe situara un disco de stop en la carretera Puigcerdá-Llivia en lugar de un semáforo, por lo que el prefecto de los Pirineos Orlentales, recientemente autorizó la instalación de dicha señal, que ha provocado el mal, humor justificado de los vecinos de Llivia, habiendo sido reiteradamente colocada y arrancada por autores desconocidos. Informado el Gobernador Civil se ha dirigido a través del Ministerio de la Gobernación a los poderes públicos, para que la Comisión Internacional reconsidere la cuestión del stop.

Hoy el tema está resuelto con un puente por el que transcurre la dichosa N-154. Eso sí, el mantenimiento corre a cargo del gobierno francés.

29 de septiembre de 2010

En Barcelona (y X): Perdidos por La Ribera, los «bastaixos» de Santa María del Mar y «burros coceadores»

Con esta entrega finaliza la serie que ha llevado diez días contando las aventuras y desventuras en Barcelona. Cerramos pues con el final del viaje.

Cuando uno se monta en el tren, en la cómoda butaca, se olvida de todos los momentos de cansancio y de falta de sueño. Era el momento perfecto para comenzar a recuperar los buenos recuerdos. Ocurre a veces que uno vive los viajes cuando los invoca a través de las fotografías, los vídeos y los folletos turísticos de todos los lugares por los que hemos pasado. Pero vamos con la última parte de nuestro cuarto día en Barcelona.

Tras la comida, y con algo de adormecimiento, bajamos hasta Portal del Ángel para visitar otra vez la escondida y desconocida iglesia de Santa Ana. Esta vez tuvimos más suerte: la valla que da a la plazoleta de Ramón Amadeu estaba abierta, pero el recinto de la iglesia, junto con el claustro, estaba cerrado. Afortunadamente, a través de los barrotes se podía ver aquel lugar que tenía un innegable ambiente mágico. Parece mentira que un lugar así pueda estar a pocos metros de la Plaza de Cataluña y casi pared con pared con el imponente edificio del Banco de España.

Por último también queríamos ir a ver Santa María del Mar, uno de los grandes monumentos de la ciudad que nos quedaba por ver. Hubiera sido imperdonable no haber estado. Llegar hasta allí fue una nueva aventura. Otra vez nos perdimos por los callejones del barrio de La Ribera. Calles con mucho encanto y a las que no pude evitar hacer algunas fotografías. A posteriori, reconstruí este recorrido, que nos llevó (saliendo desde la plaza de Ramón Berenguer el Grande) a cruzar la Vía Layetana para seguir las calles Bòria, Corders, Assaonadors, Flassaders y finalmente el Paseo del Born, con el mercado del mismo nombre en un extremo y la imponente mole de Santa María del Mar en el otro. Frente a la puerta trasera del templo, la llamada puerta del Born, está el Fossar de les Moreres, un lugar emblemático para los catalanes y en especial para los barceloneses, ya que en este antiguo cementerio se enterraron todos aquellos que cayeron defendiendo la ciudad durante el sitio de Barcelona de 1713-1714. Hoy día en ese lugar hay una pequeña y austera plaza, con una llama que recuerda permanentemente a los mártires fallecidos. Una corona de flores con la senyera yacía en su base.

Entramos en el templo por su puerta principal, donde sus dos enormes torres y su no menos grande rosetón (de nueve metros de diámetro) nos dieron la bienvenida. Por mi mente pasaban algunos pasajes del libro de Ildefonso Falcones «La Catedral del Mar». La novela trata sobre la construcción por parte de los bastaixos (algo así como los estibadores del puerto, aquellos encargados de descargar las mercancías de los barcos atracados) de este templo allá por el siglo XIV. De hecho, en los portones principales pueden verse dos relieves con dos de estos bastaixos acarreando sobre sus espaldas sendas piedras destinadas a su construcción:

“Los humildes bastaixos, con su trabajo de transportar gratuitamente las piedras hasta Santa María, son el más claro ejemplo del fervor popular que levantó la iglesia. La parroquia les concedió privilegios y hoy su devoción mariana queda reflejada en las figuras de bronce del portal mayor, en relieves en el presbiterio o en capiteles de mármol, en todos los cuales se representan las figuras de los descargadores portuarios.”

Si el exterior era espectacular, el interior lo era aún más. Sin apenas decoración, las vidrieras destacan aún más en medio de ese ambiente tan sobrio. Algunas de ellas datan del siglo XIV, como las del rosetón o de la nave sur, que son de 1460 y 1494 respectivamente. O otras son de… ¡1996!, realizadas en un estilo postmoderno de difícil definición (y justificación). Ildefonso Falcones también habla de ellas, de las antiguas, se entiende, en su libro:

“Las vidrieras orientadas al sol son de colores vivos, rojos, amarillos y verdes, para aprovechar la fuerza de la luz del Mediterráneo; las que no lo están son blancas o azules. Y cada hora, a medida que el sol recorre el cielo, el templo va cambiando de color y las piedras reflejan unas u otras tonalidades. ¡Qué razón tenía el maestro! Es como una iglesia nueva cada día, cada hora, como si continuamente naciera un nuevo templo, porque aunque la piedra está muerta, el sol está vivo y cada día es diferente; nunca se verán los mismos reflejos.”

El calor dentro era sofocante, pero merecía la pena permanecer unos minutos contemplando extasiados las nervaduras de los techos, las columnas y el resto del armonioso conjunto en uno de los ejemplos de gótico menos contaminados que se conservan en España. Salimos de Santa María del Mar con otros ojos… Sin duda un lugar mágico que es visita obligada. Fue uno de los lugares que más nos impresionó.

Una vez fuera y al tomar la calle Argentería pasamos delante de la tienda de Kukuxumusu, presidida por dos burros en los balcones (símbolo de Cataluña). Y en medio, tras una ventana, un simpático asno coceaba a un toro que salía por los aires.

Aún era pronto para ir a la estación, por lo que callejeamos de nuevo por el Barrio Gótico hasta la Plaza del Rey que se ha convertido en uno de nuestros lugares favoritos. En la fachada del Palacio del Lloctinent, sede del Archivo de la Corona de Aragón, un músico callejero se puso a tocar un extraño instrumento con aspecto de ovni y color broncíneo que resultó llamarse hang y que es un invento suizo del año 2000. Vamos, que no es un milenario instrumento tibetano ni nada por el estilo. Nos quedamos embobados al ver cómo lo tocaba. Es un instrumento de percusión, ya que se toca golpeándolo con las manos, pero que tiene un peculiar sonido.

En ese momento sonó la alarma del móvil, la señal de que nuestro tiempo en Barcelona se había terminado. Llegaba la hora de marchar a la estación. Entramos por Jaume I y tras un trasbordo en Verdaguer, llegamos a Sants. El viaje había llegado a su fin.

28 de septiembre de 2010

En Barcelona (IX): Homenaje a El Molino, lluvia en el Parque Güell y lío en el metro

El objetivo del día era hacer una visita al Parque Güell, un lugar apartado de la ciudad y pensado por Gaudí en un principio como residencia para ricachones. Hoy es una de las principales atracciones turísticas de Barcelona.

Antes hicimos una breve visita a uno de los templos del Pararelo que, en el momento de escribir estas líneas, se hallaba al final de su largo periodo de restauración que ha durado más de una década. Me refiero a El Molino, el legendario teatro creado a finales del siglo XIX por un emigrante andaluz para posteriormente ser la versión española del Moulin Rouge parisino. La historia de este local es apasionante. Si tenéis oportunidad, buscad información, no os defraudará. El nuevo Molino conserva intacta su clásica fachada con sus aspas inconfundibles, pero añade nuevas dependencias y una pantalla LED ondulada que cubre los varios pisos que rebasan el edificio primigenio.

Ahora sí, llegamos al parque tras un viaje en metro no muy largo, pero sí con largas caminatas bajo tierra. Cruzamos pasadizos, subimos y bajamos escaleras (mecánicas y no) y contemplamos también el ecléctico -y dudoso estéticamente- estilo de las estaciones del metropolitano barcelonés. Lo calificaría como lúgubre y oscuro, con las paredes de algunos andenes pintadas de negro. Salimos agotados en la estación de Plaza de Lesseps, donde prosiguen las obras de la línea 9 que, esperemos que cuando esté terminada, esté mejor ventilada. Por el bien de los barceloneses a los que no les gustan las saunas.

Tomamos la Travessera de Dalt hasta el cruce con la Avenida del Santuario de Sant Josep de la Muntanya, una calle que intuyo que conducía a la pequeña población del mismo nombre, hoy engullida por Barcelona. Tras subir esta endiablada cuesta, tomamos unas escaleras mecánicas que completarían el tramo más arduo hasta el Parque Güell. Ya más animados entramos en él no por la puerta principal –por la que saldríamos más tarde- sino por la secundaria, en uno de los extremos del parque. Tras seguir un caminito de tierra llegamos hasta la famosa explanada con el ondulado banco de mosaicos de azulejos rotos. Cuenta la historia que Gaudí utilizó los restos que había en una fábrica de cerámica cercana para su revestimiento, siendo sin duda un pionero del reciclaje de materiales e inventor de una nueva técnica, el “trencadís”. Los diseños que recubre el banco no son del arquitecto, sino de Josep María Jujol. Los tres mil metros cuadrados de la plaza sirve de enorme recogedor de agua. A través de la Sala de las Cien Columnas que está justo debajo se canaliza hasta un depósito utilizado para regar el parque y para alimentar la fuente de la escalinata.

Sentados en este banco vimos a los turistas agolpados, gesticulando y haciendo fotos, a las palomas pelearse por un pedazo de pan, a virtuosos guitarristas callejeros tocando a seis manos sus instrumentos y las nubes amenazando tormenta entre un sol que nos quemaba. Al fondo, un perfil ya inolvidable, el de Barcelona, y que hemos contemplado desde múltiples ángulos estos días.

La visita por el Parque Güell continuó primero por el llamado Pórtico de la Lavandera, con sus columnas que se mimetizan a la perfección con el paisaje, y después por la famosa escalinata de la salamandra (o el dragón). Es curioso que compartiendo el terreno del parque exista un colegio. El alboroto y los gritos de los niños, que comenzaban aquel día las clases, competían con los murmullos y los clics de las cámaras fotográficas. En la escalinata, que es sin duda el lugar más conocido de todo el parque, los visitantes pierden la vergüenza y la compostura arremolinándose para inmortalizarse de las maneras más insospechadas y en las posturas más ocurrentes. Nos costó encontrar nuestro hueco para hacernos la famosa foto. Subimos después hasta la Sala Hipóstila o Sala de las Columnas, con sus famosos techos de mosaico y sus plafones, que nos parecieron paellas valencianas.

Dimos por finalizada la visita entrando en la tienda de recuerdos que se encuentra en una de las casitas de cuento de hadas que hay en la entrada principal. El pequeño recinto lo ocupaban principalmente japoneses. Parece que son los más aficionados a llevarse recuerdos de sus visitas. O tal vez son los que más repleta tienen la billetera. Y dentro, todo tipo de objetos. Las clásicas tazas, camisetas, posters, postales, lápices e imanes de nevera entre otros. Predominaban las reproducciones de los mosaicos del parque y dibujos del skyline de Barcelona. Yo no pude evitar llevarme algún recuerdo de mi estancia.

La lluvia nos sorprendió poco antes de salir de la tienda. Por una de las ventanas vimos a los turistas huir en desbandada para ponerse a resguardo. Los más precavidos abrieron sus paraguas para luchar contra el chaparrón. De pronto la escalinata más famosa y fotografiada de Barcelona se quedó prácticamente vacía. Sólo algunos valientes volvieron a salir convenientemente pertrechados. Guardé la cámara y corrimos hasta una cavidad –el Refugio de Carruajes- que había frente a nosotros. Aunque más de que para carruajes, ahora servía de refugio improvisado para los visitantes. Su parte central estaba ocupada por unos músicos que tocaban melodías de estilo indefinible. Sentados alrededor, los turistas miraban y escuchaban absortos el concierto. Fuera seguía la lluvia.

Este rito ceremonial de hombres de las cavernas postmoderno quedó desvirtuado cuando dejó de llover. Muchos de nosotros abandonamos el trance y posteriormente la cueva para continuar nuestro camino.

Teníamos todavía unas cuantas horas, así que iniciamos nuestro viaje al Tibidabo. El calor y la humedad tras la lluvia era asfixiante y hacía el camino casi insufrible. Había salido el sol tímidamente. De nuevo en la Plaza de Lesseps descansamos un poco para reponer líquidos y nos metimos en el metro con la intención de llegar hasta la cumbre de la montaña del Tibidabo. Finalmente desistimos del intento. Nos hicimos un lío entre metro y FGC (Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya) por culpa de la señalización entre uno y otro, con símbolos, colores y tipografías indistinguibles. Además no íbamos ya muy sobrados de tiempo. Estábamos en medio de la estación de Diagonal, sin saber si estrangular al empleado de metro que nos estaba mirando o dar nuestro brazo a torcer y aceptar que nos habíamos equivocado. Hubiera estado bien haber subido por la Avenida del Tibidabo montados en el tranvía azul… En otra ocasión será. Así que un consejo para futuros viajeros: planificad bien vuestros viajes en metro, en especial si tenéis que combinarlos con los trenes de la FGC.

Después de este error técnico, salimos a la superficie en el Paseo de Gracia, a la altura de “La Pedrera”. Decidimos comer algo por la zona. A las 21 horas salía nuestro tren. Sólo quedaban cinco horas, las últimas en Barcelona.

26 de septiembre de 2010

En Barcelona (VII): Medusas y comida de supermercado en La Barceloneta y paseo en Las Golondrinas

Un viento fresco, más que brisa, nos golpeaba en la cara. A pesar de todo, el sol era abrasador. Anunciaron por la megafonía la presencia de medusas en el mar: “Cualquiera con especial sensibilidad en la piel debe abandonar el agua”. Entre las medusas y los mosquitos tigres no va a haber quien pare. Cosas del cambio climático. La fauna de la playa, animales aparte, era la típica de estos lugares: figurines de gimnasio que exhiben sus músculos, señoras mayores quejándose, niños revoltosos y gritones y demás especimenes que todos hemos visto alguna vez. No se puede decir que las instalaciones estén muy cuidadas, pero al menos las hay (aseos, duchas, etc…). Me fijé también en unos letreros del ayuntamiento en forma de bocadillos de cómic, como si la arena hablase, con diversos mensajes llamando al civismo de la gente. Frente a nosotros, sumido en una ligera bruma, el lujoso e imponente Hotel W, de reciente construcción. Una enorme vela de vidrio en el vértice de la península de La Barceloneta. Desde allí se veía como los aviones que se aproximaban al aeropuerto del Prat pasaban detrás de él.

El mar, el viento y los niños rugían frente a nosotros. Era la llamada de la playa. La hora de ponerse en marcha. Nos descalzamos y nos remangamos los pantalones para comenzamos un paseo por la orilla, esquivando infantes diabólicos que lanzaban arena a diestro y siniestro y vigilando que las olas no nos mojaran más de lo imprescindible. Sólo fueron unos pocos minutos donde sufrimos más que disfrutamos.

Después de la aventura playera y con los pantalones completamente empapados, huimos de la arena hacia tierra firme, donde nos secamos tranquilamente en un banco mientras las gentes del barrio, tanto nativos como inmigrantes de cualquier nacionalidad, conversaban o dormitaban cerca de nosotros. En un pequeño supermercado cercano regentado por uno de ellos compramos todo lo necesario para un improvisado y precario festín en plena calle. No pude dejar de pensar en los contrastes que hemos visto en pocos metros. Si al principio de nuestro viaje playero el pijerío de diseño y la superficialidad era lo que mandaba, aquí la lucha es por la supervivencia, vendiendo latas de refrescos por la playa o con otro tipo de negocios más o menos legales. Seguimos caminando por la Barceloneta hasta los pies del Hotel W, uno de los nuevos símbolos de la ciudad. La playa a la que da nombre el barrio pasa aquí a llamarse de San Sebastián, donde incluso existe una zona habilitada para el nudismo, aunque vimos que pocos son los que se suman a esta práctica.

Convenimos en que desde aquí lo mejor era dirigirnos hasta Las Golondrinas. Para ello tomamos el Paseo de Juan de Borbón. Pasamos junto a la torre de San Sebastián del teleférico del puerto. Esta y la de Jaume I, en las cercanías del World Trade Center, son las dos de las que consta esta infraestructura inaugurada en 1929 con motivo de la Exposición Internacional que se celebró en la ciudad aquel año. Este es el punto desde el que comienza (o finaliza) el trayecto que lleva hasta Montjuic. Nos paramos a curiosear. Había una cola mínima para montar, pero no podíamos esperar. Estábamos muy justos de tiempo y no queríamos perdernos el viaje en barco. Continuamos hasta llegar a la Marina del Port Vell y al Palau del Mar, unos antiguos almacenes portuarios, donde está la sede del Museo de Historia de Cataluña. A partir de aquí tomamos el camino hasta el muelle de Las Golondrinas. Comenzábamos a estar cansados, así que cuando nos montamos en el barco, nuestras piernas pudieron descansar por fin.

La ruta en Las Golondrinas son un clásico del turismo barcelonés que lleva funcionando –cómo no- desde 1888. Todo el mundo que visite la ciudad debería montar. Ruiz Zafón habla de ellas en “La Sombra del Viento”:

“Anduve callejeando sin rumbo durante más de una hora hasta llegar a los pies del monumento a Colón. Crucé hasta los muelles y me senté en los peldaños que se hundían en las aguas tenebrosas junto al muelle de las golondrinas. Alguien había fletado una excursión nocturna y se podían oír las risas y la música flotando desde la procesión de luces y reflejos en la dársena del puerto. Recordé los días en que mi padre y yo hacíamos la travesía en las golondrinas hasta la punta del espigón. Desde allí podía verse la ladera del cementerio en la montaña de Montjuïc y la ciudad de los muertos, infinita.”

El barco nos paseó por todo el litoral de Barcelona, pudiendo contemplar algunas de sus mejores vistas (y más inéditas). No sé si es una impresión mía, pero descubrí que la mejor manera de ver cómo está planificada la ciudad es desde el mar. Desde aquí se ven, por supuesto, las playas, las diferentes ampliaciones urbanas de la costa, las faldas de la sierra de Collserola al fondo, y los ríos Llobregat y el Besós, que los limitan a un lado y a otro.

Llegamos hasta lo que fue el recinto del Fórum de las Culturas, un polémico y fallido evento que tuvo lugar en 2004 y que permitió que los especuladores inmobiliarios y las constructores se enriquecieran y dejaran una zona urbanizada pero anodina. Buen rollito multiétnico oficial tan impostado como vacío. Mucho más cuando sabemos que la verdadera multiculturalidad de Barcelona está en el Raval, como pudimos comprobar más tarde. Hasta la central térmica del Besós, con sus estilizadas chimeneas y que está al lado, es más bonita.

A la vuelta, el barco se acercó hasta el Muelle Oriental y el de Poniente, donde atracan las naves más grandes, tanto de pasajeros como de mercancías. Por el puente que los comunica transitan incansables los camiones con los contenedores de mercancías provenientes de todos los rincones del mundo.



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