Cada mucho tiempo uno encuentra lejanas crónicas, en el tiempo y en el espacio, que hablan sobre Zamora. Ya sea en la biblioteca de la Universidad de Toronto o en la de California, muchos volúmenes escritos por anglosajones duermen allí desde hace decenas e incluso centenares de años. Sólo la tecnología los ha sacado del ostracismo para hacerlos accesibles a quienes nos pueden interesar. Viajeros de un romanticismo tardío que visitaron quién sabe si por azar, la ciudad del Duero. Tres autores, tres viajeros, turistas de su tiempo, Albert F. Calvert, Edgar T. A. Wigram y Edward Hutton llegaron a Zamora casi en fechas coincidentes. Sus tres libros de viajes por España son hoy día una curiosidad más al alcance del internauta.
A pesar de lo pedestre de mis traducciones, merece la pena dar a conocer estas pequeñas crónicas –reducidas por mí mucho más por cuestiones de espacio– aunque solo sea como mera curiosidad. El primero de ellos corresponde al volumen ‘Valladolid, Oviedo, Segovia, Zamora, Ávila & Zaragoza. An Historical & Descriptive Account.’ de Calvert, publicado en Londres en 1908:
Zamora sobre el Duero es una de las ciudades más pintorescas de España, y una de las más célebres de sus anales. No es bien conocida por los extranjeros, probablemente a causa de que su acceso sea tan complicado. Pocos lugares traen de vuelta tan vívidamente el pasado agitado de Castilla.
La ciudad está sobre el Duero, en una cresta rocosa. El castillo y la catedral ocupa su extremo occidental. El río está atravesado por un puente de diecisiete ojos, defendidos cerca de cada extremo por una puerta, una alta torre. Si la vista es ya de por sí pintoresca y medieval, la vista desde este punto es aún más. Hacia el atardecer, el espíritu de la Edad Media parece delatar a la ciudad –es sombrío y feroz, fuerte y venerable–. La comarca parece poco más que un desierto. Desde los muros, arriba, ojos parecen estar oteando el horizonte en busca del primer destello de las lanzas enemigas. Zamora pertenece a la época en que los pueblos, como los hombres, siempre llevaba armadura. Hoy está rota, gastada por la guerra y vieja; pero si la espada está oxidada y su escudo roto, bien puede presumir que fue por estar al servicio de España.
Tan pronto como atravesamos el viejo puente, sobre las represas del Duero, y subimos la empinada calle que conduce a la ciudad, no necesitamos consultar ningún archivo que nos diga que estamos aquí, en la vieja Castilla de los días de la caballería, en la que encontraremos pocos recuerdos de artistas y poetas, algunos de estadistas y de grandes gobernantes, pero muchos de los combatientes duros y sacerdotes santos.
El segundo texto es de Wigram y está extraído de su libro ‘Northern Spain’, también publicado en Londres, pero en 1906. El viajero parece encontrarse con unos gigantes en la procesión del Corpus:
En nuestra ignorancia protestante del tiempo y las estaciones no sabíamos que este día era la fiesta del Corpus Christi. En consecuencia, la aparición de un gigante de cartón de cinco metros tambaleándose sinuosamente por la calle principal nos ocasionó un leve desconcierto. Este ogro errante, sin embargo, tenía su razón de ser. Todas las ciudades españolas respetables poseen un equipo de gigantes como parte de su dotación municipal, y el día del Corpus es la gran ocasión para exhibirlos. El turista siempre debe organizarse para pasar ese festival en una buena y vieja ciudad, donde se conservan las tradiciones selectas.
Zamora es en sí lo suficientemente vieja para ello. Su bonita y antigua catedral románica fue construida por nada menos que el Obispo Don Jerónimo, «aquel hombre bueno con la coronilla rapada», que tan hábilmente representó a la Iglesia militante entre los partidarios del Cid.
Por último, quizás el más poético de todos, Hutton y ‘The Cities of Spain’ (1906) nos ofrece una visión mucho más romántica y etérea:
En medio de un desierto que ha florecido, Zamora se encuentra sobre una colina. Sólo un grupo de dorados edificios románicos, decadentemente ruinosos, rodeado por el polvo infinito y por la luz. Y a su alrededor, la tierra sedienta ha generado fuentes de agua entre cañas y juncos. Llegué a ella por primera vez a la puesta del sol por el incierto camino solitario que pasa sobre el desierto de Salamanca. En la misteriosa soledad del¡ un día de verano todavía, de sed, cubierto de polvo, no había visto nada igual, ninguna. Solo al mediodía, en el silencio del desierto, había orado por encontrar un lugar como este. Ya por la tarde, Dios me llevó a sus hermosas torres doradas. Así que era como una ciudad donde refugiarse, tal vez por el calor y el silencio de la luz del sol, o puede que por la soledad de la noche, se me apareció al lado de las aguas en el medio del desierto.
El mundo se ha olvidado de Zamora. Para muchos una ciudad poco limpia, una visión poco encantadora; pero pocos descubrirán su ruina y su soledad. Dorada y desnuda se asienta sobre la colina, y solo el sol y el viento del desierto la han amado todos estos años. […]
Cuando se llega a Zamora, hoy a través de ese viejo y hermoso puente del siglo XIII sobre el Duero, se entra en la ciudad por un camino largo y fatigoso que va desde el valle a la colina, llegando por fin a la cresta de roca desde la que Zamora destaca. Esa misma calle estrecha y sinuosa pasa junto a la catedral de la ciudad que, casi como una fortaleza, se construyó en el último peñasco de la gran colina.