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La bitácora personal de Ricardo Martín
Comentando cosas desde 2004
13 de diciembre de 2013

El Puente de Barcas de Sevilla

Una de las cosas más curiosas y sorprendentes que descubrimos en nuestro reciente viaje a Sevilla es algo que nos comentó uno de nuestros guías frente al canal de Alfonso XII y junto a la Torre del Oro. Una ciudad tan bulliciosa e importante como la capital andaluza no contó con un puente fijo hasta 1852. En toda su historia jamás se construyeron puentes sólidos. En su lugar se levantó el conocido por los locales como el Puente de Barcas, una suerte de pasarela flotante formada por barcas y tablones atadas con cuerdas. Ese era el único modo para cruzar a pie de Triana a Sevilla y viceversa.

El lugar en el que se encontraba aquel curioso puente durante siete siglos (su primera versión tiene origen árabe y data de 1171) es el que ahora ocupa el Puente de Triana o de Isabel II, junto al antiguo castillo de San Jorge (también de origen árabe). El puente se rompió total o parcialmente más de una cincuentena de veces entre el siglo XV y el XIX debido a las frecuentes crecidas e inundaciones del Guadalquivir. Los cristianos durante la reconquista sabían ya de esa fragilidad, y jugaron con ella durante la conquista de la ciudad en 1248 por parte del rey Fernando III, rompiendo con sus naves las cadenas que unían las barcas del puente. Los marinos que pilotaban esa embarcación eran cántabros. De ahí la curiosidad de que en el escudo de un lugar tan lejano de Sevilla como Santander se muestre precisamente esa escena.

De aquel viejo puente apenas se conservan testimonios gráficos más allá de dibujos o cuadros donde aparece en un segundo plano. Sólo he encontrado una fotografía, datada en 1851, cuando el Puente de Barcas ya estaba desplazado aguas abajo por las obras de nuevo. Es la que muestro en el encabezado del artículo. Pero no deja de ser un asunto curioso, ¿no?.

15 de noviembre de 2013

Redescubriendo las aceñas de Gijón y su entorno

«En el pago de Gijón se hallan situadas las aceñas de aquel nombre sobre la margen derecha del río Duero, aguas abajo de Zamora.
Estas aceñas de sólida construcción, forman un edificio separado en su base por cuatro canales.
El acceso a estas aceñas se halla establecido por medio de una calzada de corta línea con su correspondiente desagüe.
Parte la presa de estas aceñas de la orilla izquierda del río y lo cruza en sentido oblícuo hasta llegar al punto de emplazamiento de dichos edificios.
En la margen derecha tiene también una corta línea de presa que contiene las aguas que las dirige a su destino.»

Con estas palabras describía Eduardo J. Pérez en su curiosa ‘Guía del Viajero en Zamora’ (1895) las aceñas de Gijón. Eran tiempos en los que aún se usaban estos edificios como molinos, aprovechando la fuerza del agua del río. Décadas después se abandonaron por métodos más modernos y las aceñas se dejaron a su suerte. Hasta los años noventa del siglo pasado no se recuperaron en Zamora estos peculiares edificios. De los cuatro grupos existentes en la capital, tres fueron restaurados para darles diferentes usos, convirtiéndose así en establecimientos de hostelería o pequeños museos para locales y visitantes. Pero las aceñas de Gijón permanecieron ajenas a este renacimiento.

Este pasado verano me acerqué hasta allí por el camino –casi invisible– que lleva hasta allí bordeando el río. Ciertamente lleva un rato encontrar la entrada que parte bajo el puente nuevo. Finalmente la encontré con la ayuda inestimable de Google Maps en modo satélite. Tras caminar algo más de diez minutos (un kilómetro aproximadamente), di con el pequeño cruce entre el camino y la carretera de acceso a las fincas cercanas. Una cadena cierra el paso a vehículos, pero no a las personas.

Las aceñas se encuentran en un estado lamentable. Algunas ya desmoronadas, cubiertas por la maleza y con pintadas. Es posible caminar por la represa hasta prácticamente la mitad del río. Desde aquí se puede contemplar una vista curiosa. Mientras recorría con cuidado todo el paraje me preguntaba si alguna vez se recuperarían o si las dejarían definitivamente a su suerte. Sería un magnífico lugar para finalizar el paseo del Duero que comienza en el Parque de La Aldehuela y que también debería ser una pieza más de la recuperación y rehabilitación de esta zona –parte de lo que fuera antaño el Campo de la Verdad— que engloba también la iglesia de Santiago de los Caballeros, hoy rodeado de un paisaje lamentable de casuchas, ruinas y descampados.

12 de octubre de 2013

Zamora y la visión anglosajona del post-romanticismo

Cada mucho tiempo uno encuentra lejanas crónicas, en el tiempo y en el espacio, que hablan sobre Zamora. Ya sea en la biblioteca de la Universidad de Toronto o en la de California, muchos volúmenes escritos por anglosajones duermen allí desde hace decenas e incluso centenares de años. Sólo la tecnología los ha sacado del ostracismo para hacerlos accesibles a quienes nos pueden interesar. Viajeros de un romanticismo tardío que visitaron quién sabe si por azar, la ciudad del Duero. Tres autores, tres viajeros, turistas de su tiempo, Albert F. Calvert, Edgar T. A. Wigram y Edward Hutton llegaron a Zamora casi en fechas coincidentes. Sus tres libros de viajes por España son hoy día una curiosidad más al alcance del internauta.

A pesar de lo pedestre de mis traducciones, merece la pena dar a conocer estas pequeñas crónicas –reducidas por mí mucho más por cuestiones de espacio– aunque solo sea como mera curiosidad. El primero de ellos corresponde al volumen ‘Valladolid, Oviedo, Segovia, Zamora, Ávila & Zaragoza. An Historical & Descriptive Account.’ de Calvert, publicado en Londres en 1908:

Zamora sobre el Duero es una de las ciudades más pintorescas de España, y una de las más célebres de sus anales. No es bien conocida por los extranjeros, probablemente a causa de que su acceso sea tan complicado. Pocos lugares traen de vuelta tan vívidamente el pasado agitado de Castilla.
La ciudad está sobre el Duero, en una cresta rocosa. El castillo y la catedral ocupa su extremo occidental. El río está atravesado por un puente de diecisiete ojos, defendidos cerca de cada extremo por una puerta, una alta torre. Si la vista es ya de por sí pintoresca y medieval, la vista desde este punto es aún más. Hacia el atardecer, el espíritu de la Edad Media parece delatar a la ciudad –es sombrío y feroz, fuerte y venerable–. La comarca parece poco más que un desierto. Desde los muros, arriba, ojos parecen estar oteando el horizonte en busca del primer destello de las lanzas enemigas. Zamora pertenece a la época en que los pueblos, como los hombres, siempre llevaba armadura. Hoy está rota, gastada por la guerra y vieja; pero si la espada está oxidada y su escudo roto, bien puede presumir que fue por estar al servicio de España.
Tan pronto como atravesamos el viejo puente, sobre las represas del Duero, y subimos la empinada calle que conduce a la ciudad, no necesitamos consultar ningún archivo que nos diga que estamos aquí, en la vieja Castilla de los días de la caballería, en la que encontraremos pocos recuerdos de artistas y poetas, algunos de estadistas y de grandes gobernantes, pero muchos de los combatientes duros y sacerdotes santos.

El segundo texto es de Wigram y está extraído de su libro ‘Northern Spain’, también publicado en Londres, pero en 1906. El viajero parece encontrarse con unos gigantes en la procesión del Corpus:

En nuestra ignorancia protestante del tiempo y las estaciones no sabíamos que este día era la fiesta del Corpus Christi. En consecuencia, la aparición de un gigante de cartón de cinco metros tambaleándose sinuosamente por la calle principal nos ocasionó un leve desconcierto. Este ogro errante, sin embargo, tenía su razón de ser. Todas las ciudades españolas respetables poseen un equipo de gigantes como parte de su dotación municipal, y el día del Corpus es la gran ocasión para exhibirlos. El turista siempre debe organizarse para pasar ese festival en una buena y vieja ciudad, donde se conservan las tradiciones selectas.
Zamora es en sí lo suficientemente vieja para ello. Su bonita y antigua catedral románica fue construida por nada menos que el Obispo Don Jerónimo, «aquel hombre bueno con la coronilla rapada», que tan hábilmente representó a la Iglesia militante entre los partidarios del Cid.

Por último, quizás el más poético de todos, Hutton y ‘The Cities of Spain’ (1906) nos ofrece una visión mucho más romántica y etérea:

En medio de un desierto que ha florecido, Zamora se encuentra sobre una colina. Sólo un grupo de dorados edificios románicos, decadentemente ruinosos, rodeado por el polvo infinito y por la luz. Y a su alrededor, la tierra sedienta ha generado fuentes de agua entre cañas y juncos. Llegué a ella por primera vez a la puesta del sol por el incierto camino solitario que pasa sobre el desierto de Salamanca. En la misteriosa soledad del¡ un día de verano todavía, de sed, cubierto de polvo, no había visto nada igual, ninguna. Solo al mediodía, en el silencio del desierto, había orado por encontrar un lugar como este. Ya por la tarde, Dios me llevó a sus hermosas torres doradas. Así que era como una ciudad donde refugiarse, tal vez por el calor y el silencio de la luz del sol, o puede que por la soledad de la noche, se me apareció al lado de las aguas en el medio del desierto.
El mundo se ha olvidado de Zamora. Para muchos una ciudad poco limpia, una visión poco encantadora; pero pocos descubrirán su ruina y su soledad. Dorada y desnuda se asienta sobre la colina, y solo el sol y el viento del desierto la han amado todos estos años. […]
Cuando se llega a Zamora, hoy a través de ese viejo y hermoso puente del siglo XIII sobre el Duero, se entra en la ciudad por un camino largo y fatigoso que va desde el valle a la colina, llegando por fin a la cresta de roca desde la que Zamora destaca. Esa misma calle estrecha y sinuosa pasa junto a la catedral de la ciudad que, casi como una fortaleza, se construyó en el último peñasco de la gran colina.

23 de septiembre de 2013

Una Semana en París: Tras los pasos de Invader

Como somos curiosos por naturaleza, en nuestros viajes solemos mirar a todas partes, a los detalles más nimios, a los mensajes oficiales y oficiosos que cuelgan de muchas paredes y, en definitiva, a cualquier cosa no convencional que se encuentre en la vía pública. Las grandes ciudades, mucho más si tienen una larga historia, son ricas en este tipo de detalles.

Durante nuestro viaje a París ha sido recurrente el encuentro con las pixeladas piezas de Invader, el artista urbano parisino que se hizo famoso a raíz del excelente y falso documental ‘Exit Through the Gift Shop’ de Banksy. En esta película puede verse como Invader –primo de Mr. Brainwash, el protagonista– elabora sus piezas en un garaje y luego se encarama a los lugares más extraños para pegarlos. Su trabajo no solo se limita a la ciudad del Sena. Ha «pegado» sus creaciones en las principales urbes del mundo y también en monumentos emblemáticos como el letrero de Hollywood, en California.

Como decía, nos encontramos con los rastros de Invader en bastantes lugares y nos da un poco de pena no habernos fijado aún más en cada esquina o en cada puente para fotografiar alguno más. Sobre todo cuando, consultando su página web, nos damos cuenta de que hay 1000 obras, algunas ya desaparecidas, repartidas por la ciudad.

Las que aparecen en las imágenes son las de la plaza de la Bastilla, la de la Rue de la Huchette (en el Barrio Latino), la de la Place du Tertre (en Montmartre) y la más curiosa, un space invader mimetizado con los muros del edificio de la Opera Garnier.

2 de septiembre de 2013

Una semana en París: Louvre de «garrafón»

El museo del Louvre es un pequeño mundo en el que uno puede perderse días y días. La cantidad de pasillos, habitaciones y escalinatas son inabarcables. Mucho más para el pobre visitante que siempre ha de jugar contra el tiempo, el cansancio y la saturación. Nuestra visita, de unas cinco horas, apenas sirvió para hacernos una idea de la grandeza del recinto y de la cantidad inmensa de obras que conserva.

Mi obsesión era –no sé si finalmente lo conseguimos– fijarme sobre todo en el edificio y todo lo que ocurrió allí dentro en el pasado con ojos distintos que los del turista «normal». El mero hecho de intentar ese ejercicio tal vez nos dio otra perspectiva con el que contemplar el museo. El Louvre es un buen lugar para escrutar al ser humano –absorto con sus planos o sus cámaras–, su comportamiento y cómo al final se deja arrastrar por lo banal. Basta tener un poco de espíritu crítico y sentarse en uno de los bancos de cualquiera de las salas. Veremos pasar a cientos de personas que no parecían mostrar ningún interés por el arte (muchos no habrán visitado el museo de su ciudad), como si miraran el escaparate de unos grandes almacenes de una calle comercial. Con suerte veremos detenerse a alguien delante de un cuadro, una escultura o un objeto cualquiera. Lo fotografían y se marchan. Pero la gran mayoría pasa de largo camino no sé muy bien de dónde. O sí. La Mona Lisa es, por supuesto, la estrella indiscutible. Decenas de personas se amontonan permanentemente delante de la obra de Da Vinci. Todos se afanan en fotografiar con móviles, iPads y cámaras ese pequeño cuadro que la mercadotecnia del arte ha elevado a icono del mundo occidental.

El Louvre es, con todo lo bueno y todo lo malo, el máximo exponente de ese horrible término denominado la «industria de la cultura». Varias tiendas repartidas por todo el recinto animan a llevarse un recuerdo –todos bastante feos, por cierto– a un precio abusivo. Y como si la mercantilización de la cultura no estuviera suficientemente clara, una de las entradas/salidas se realiza desde los años noventa por una galería subterránea de nombre Carrousel du Louvre, con varias boutiques no solo de «souvenirs», sino de firmas exclusivas de todo tipo. Toda esta «contaminación» comercial, junto con la masificación, emborrona y distorsiona bastante el concepto de museo como centro de cultura, conocimiento y reflexión.

El «turismo de garrafón» mueve a demasiada gente. Afortunadamente, el museo es tan grande que siempre hay rincones casi desiertos. Ese oasis de paz lo encontramos, por ejemplo, en los apartamentos de Napoleón III, el último emperador francés que gobernó en la segunda mitad del siglo XIX. Hizo construir en unos aposentos de extensión sobrehumana que decoró de forma suntuosa. Como digo, en algunas de estas salas el silencio es absoluto y sin gente. Otro de los lugares interesantes para quienes huyen de las hordas es el llamado Louvre Medieval. Se encuentra situado bajo el patio del pabellón Sully y es lo que se conserva de los cimientos del antiguo castillo, edificado por el rey Felipe Augusto en el siglo XII. Está bien poder dar una vuelta por toda la base del recinto y hacerse una idea de lo que en un momento dado fue el origen del actual palacio. Para mi gusto, uno de los lugares más sorprendentes, auténticos y diferentes del museo. Ojo a la bonita maqueta que recrea el viejo palacio.

29 de agosto de 2013

Koana, un país imaginario que viene de Australia

Cada cierto tiempo llega a mi conocimiento un nuevo proyecto relacionado con los países imaginarios, ficticios, microestados o como queramos llamarlos. En esta ocasión ha sido algo diferente, porque me ha parecido verdaderamente interesante, sobre todo a nivel estético y cartográfico. Incluso la revista Wired se interesó por este extraño país isleño que sólo existe sobre el papel y en la cabeza de su autor, Ian Silva, un australiano que parece que tiene muchísimo talento y tiempo libre para elaborar unos mapas que me han dejado impresionado. Silva es conductor de los trenes metropolitanos de Sídney, algo que queda bastante claro en sus diseños, con planos de metro de varias ciudades y una red de trenes en todo su país. En contra de lo que pudiera parecer, jamás ha realizado estudios relacionados con la cartografía o el diseño gráfico.

La inspiración para estos mapas proviene de una metódica observación de ciudades europeas a través de Google Maps. Pero evidentemente la creación de un país con decenas de ciudades y cientos de barrios y pueblos no es cosa de un día. Dedicó años a madurar la idea y, según cuenta en la entrevista para Wired, le llevó tres semanas pasar esas ideas y planos primigenios a Adobe Illustrator. Dedica unas ocho horas semanales al proyecto. Todo ese material ocupa ya 250 Gb. Como diríamos en estos casos extremos, Ian Silva es un auténtico «friki» de los mapas, un genuino obseso de la cartografía imaginaria. Estoy seguro de que no soy yo el único al que al ver esos diseños se le mueve algo por dentro y anima e inspira a retomar los eternamente dormidos proyectos propios de países imaginarios.

Desde mi punto de vista, el proyecto de Koana cojea un poco en algunos aspectos, como el idioma, tratado muy por encima, la organización política o la historia. Tampoco los topónimos son un dechado de originalidad, copiando nombres de ciudades europeas, sobre todo nórdicas y anglosajonas. También me ha parecido poco realista la distribución muy homogénea de la población –demasiada población para un país que según comenta tiene la extensión de España y Suecia sumadas–

A pesar de todo esto, igual que Silva, en mi caso voy madurando muy poco a poco los aspectos más peregrinos e inimaginables de mi país. Los voy apuntando o dibujando, retocando, etc. Poblaciones, nombres de ciudades, posibles nombres de empresas de telecomunicaciones, de transportes públicos, hitos importantes en su historia, tradiciones, organización territorial y política, leyes, economía, moneda propia y un larguísimo etcétera. En cuanto a los mapas, sé que nunca llegaré a su nivel de realismo y detalle, pero un mapa básico diseñado con Illustrator y del que estoy razonablemente orgulloso descansa en mi disco duro a la espera de un momento de inspiración. Sin duda este caso ha supuesto un buen acicate para dar más pasos.

Los diseños y la información sobre las islas de Koana pueden verse en su página de Reddit.

27 de agosto de 2013

Shambles Square de Manchester, un curioso ejemplo de conservación

La rehabilitación, restauración o recuperación de viejas edificaciones no sólo es un deber con la historia de nuestras ciudades, sino también puede ser un gran activo de cara al turismo. En España lo sabemos muy bien y por eso nos lamentamos de las malas políticas que durante décadas se ha seguido demoliendo edificios históricos de incalculable valor en nombre del progreso. Es cierto que aún se conservan gran cantidad de templos y estructuras defensivas, pero es una mínima parte de todo el patrimonio que en un momento dado existió.

Uno de los ejemplos más curiosos de conservación de edificios históricos está en el Reino Unido. Posiblemente se trata de uno de los países del mundo que más ha respetado su historia, tanto a nivel documental como patrimonial. Hasta niveles insospechados. En Manchester existen un par de viejos edificios de vetusta apariencia situados frente a la catedral. Se trata del Old Wellington Inn y del Sinclair’s Oyster Bar, dos inmuebles construidos en los siglos XVI y XVII respectivamente y conocidos como The Shambles o The Old Shambles (o más recientemente Shambles Square).

Su historia es increíblemente azarosa pues se trata de los dos únicos edificios anteriores a 1800 que se conservan en la ciudad mancuniana. Sobrevivieron a los planes en ensanchamiento de calles de finales del siglo XIX, a los brutales bombardeos nazis de 1940, a la construcción de un complejo comercial en 1974 y a un atentado del IRA en 1996.

Precisamente en 1974 se llevó a cabo la operación de rescate más espectacular. En un primer momento se pensó en derribar los históricos edificios, que por entonces estaban situados en una zona de solares bastante degradada de la ciudad, para construir una plaza de modernos edificios, pero finalmente se decidió poner en marcha un plan ambicioso para salvarlos. Para ello se elevó su nivel construyendo bajo ellos unos pilares de hormigón que los situaría a la altura de la nueva plaza. El resultado fue algo extraño, como un trozo de otro tiempo en medio de la vorágine contemporánea. Pero fue esto lo que los salvó de ser destruidos durante el atentado del IRA. Las paredes de hormigón que los rodeaban sirvieron de parapeto y sólo sufrió daños mínimos. En 1999 ambos edificios fueron desmontados y trasladados hasta su ubicación actual, a unos 100 metros del lugar original y frente a la catedral de Manchester. Parece que este nuevo viaje será el último, al menos por mucho tiempo. La conservación parece que está asegurada.

Esta historia me ha llevado a una reflexión. Me refiero al edificio y su contexto. ¿Verdaderamente tiene sentido un lugar que ha perdido su significado histórico al carecer de correspondencia en su entorno? Cierto que su ubicación actual está en la almendra de los viejos edificios de Manchester, pero no es su lugar original. Una posible solución (aunque muy cara) pudo haber sido reconstruir la zona con edificios similares a los existentes antes de 1940, recreando al menos las fachadas y conservando el trazado antiguo de las calles. Pero se optó por el hormigón. Quizás hoy se hubiera hecho de otra manera…



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