‘Das Weisse Band’
No puedo disimular la simpatía que desde siempre tengo por Michael Haneke. He visto prácticamente toda su filmografía. Esa simpatía sin duda se la ha ganado a pulso con obras incuestionables como ‘El Tiempo del Lobo’ (2003), ‘Código Desconocido’ (2000) o ‘Caché’ (2005). La última película del realizador austro-germano me llega precedida de, ni más ni menos, la Palma de Oro del Festival de Cine de Cannes de este año. Se trata de ‘Das Weisse Band’ (‘La Cinta Blanca’), una producción austríaca de 2009 que ha servido para consagrar definitivamente a Haneke como (ya lo sabíamos) uno de los grandes cineastas europeos vivos del momento.
El tema elegido para esta obra magna es complejo y muy poco habitual, como suele ocurrir en todos sus films. Haneke se retrotrae a la Austria rural de 1913-1914 para rodar un retrato severo, tenebrista, apocalíptico y muy crítico de aquella sociedad decadente que tocaría a su fin con el estallido de la primera guerra mundial y el desmembramiento del Imperio Austro-Húngaro. Y lo que hay detrás de esa impresionante fotografía en blanco y negro es algo que da miedo de verdad: el mal sin paliativos. El mal en su peor vertiente, el enraizado en una comunidad, el inculcado desde pequeños por sus mayores, el que sirve para mantener a rajatabla absurdas normas y reglas en pos de una pureza y una rectitud que no puede ser más vacía. Pero no es más que un decorado; detrás está la hipocresía, la envidia, conservar las apariencias cuando ya todos saben que es lo único que pueden mantener.
El largometraje es extremadamente tenso y uno piensa que en cualquier momento esas costuras que se agrietan y supuran la basura contenida durante años se van a romper y todo saltará por los aires. Por eso, el comportamiento anómalo de esa sociedad es preludio de algo mucho peor: el caldo de cultivo de la intolerancia y la condescendencia para con los poderosos.
Como digo, Haneke elige para la puesta en escena un acertadísimo blanco y negro, fotografía unos paisajes y unos rostros como ya no se ven en el cine y que nos recuerdan al mejor Bergman. La severidad, el miedo, la inquietud… todo está en esas caras, en esos campos de cultivo. La película está compuesta, salvo determinadas secuencias que podríamos calificar de «alegres» (como la del baile o la de la comida tras la recolección), de planos fijos que ayudan a reforzar esa idea de inmovilismo y de osquedad. Un film Imprescindible.