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La bitácora personal de Ricardo Martín
Comentando cosas desde 2004
25 de septiembre de 2010

En Barcelona (VI): El mamut de la Ciudadela y pijos en la Villa Olímpica

Nuestro primer destino del tercer día fue el Parque de la Ciudadela (Parc de la Ciutadella). Para llegar tomamos el metro hasta la estación de Ciutadella-Vila Olímpica. Nos perdimos un poco y rodeamos el recinto por la calle Wellington para dar con el Paseo de Pujades. Desde allí nos encaminamos hasta su entrada principal. Al menos nos sirvió para ver los modernos tranvías que circulan por algunas zonas de Barcelona, transitando por unas medianas cubiertas de césped que ocultan los raíles. Hubiera sido interesante subir a alguno de ellos. Dimos con el Paseo de Lluís Companys, construido para la Exposición Universal de 1888 a semejanza de los Campos Elíseos de París, con vistosas estatuas y farolas y un arco de triunfo de ladrillo en su inicio bastante aparente. Mendoza, en “La Ciudad de los Prodigios” lo describe así:

“Este arco, que aún hoy se puede admirar, era de ladrillo visto y estilo mudéjar. En la arcada figuraban los escudos de las provincias españolas; el de Barcelona estaba en la clave del arco. También había dos frisos, uno por cada lado; en los frisos unos relieves representan estas dos escenas: la adhesión de España a la Exposición Universal de Barcelona (en recuerdo de las disidencias habidas) y Barcelona en actitud de agradecer a las naciones extranjeras su asistencia. En ambos frisos la simbología era poco rigurosa. El Arco de Triunfo daba paso al Salón de San Juan, una avenida amplísima, arbolada, pavimentada con mosaicos y adornada por grandes farolas y también por ocho estatuas de bronce que recibían al visitante. Pase usted, parecían decir.”

El pasado de la Ciudadela es un tanto lúgubre. Su origen hay que buscarlo en el siglo XVIII, cuando el rey Felipe V construyó en este lugar una fortaleza que serviría para vigilar de cerca los posibles levantamientos de los barceloneses tras la ocupación de la ciudad por parte de las tropas borbónicas en 1714. Para ser erigida fueron derribadas más de 1200 viviendas. Buena parte del barrio de la Ribera fue destruido y sus habitantes tuvieron que desplazarse hasta lo que hoy es la Barceloneta. El odio de los nativos por el castillo de la Ciudadela fue tal que, en 1868, con la llegada de la Revolución Gloriosa, se decretó su demolición total y la donación de los terrenos a la ciudad. De la fortaleza primitiva se conservan el arsenal, la capilla y el palacio del gobernador.

El Parque de la Ciudadela también tiene un hueco en “La Ciudad de los Prodigios”:

“La Ciudadela, cuyo recuerdo vergonzoso aún perdura, cuyo nombre es sinónimo todavía de opresión, surgió y desapareció del modo siguiente: En 1701 Cataluña, celosa de sus libertades, que veía amenazadas, abrazó la causa del archiduque de Austria en la Guerra de Sucesión. Derrotado este bando y entronizada en España la casa de Borbón, Cataluña fue castigada severamente. La guerra había sido larga y encarnizada, pero sus secuelas fueron peores aún. Los ejércitos borbónicos saquearon Cataluña; contaban con la connivencia de los mandos y no escatimaron la inquina. […] Felipe V, duque de Anjou, era un monarca ilustrado. No era sanguinario, pero consejeros malintencionados le habían hablado pestes de los catalanes […] Por ello hizo construir en Barcelona una fortificación gigantesca, donde albergó un ejército de ocupación presto a salir a sofocar cualquier levantamiento. A esta fortificación se la llamó desde el principio «la Ciudadela». En la explanada de la Ciudadela eran ahorcados los reos de sedición; allí los cuerpos sin vida de los patriotas ejecutados eran dejados para pasto de los buitres. Por fin, al cabo de un siglo y medio de existencia, fueron demolidos los murallones de la Ciudadela. […] Del recinto se decidió hacer un parque público, para solaz de todos. […] A este parque se llamó y aún se sigue llamando «el parque de la Ciudadela».”

A primera vista, la Ciudadela me pareció un parque tirando a cutre, con algunas zonas al borde del abandono, pero donde se encuentran instituciones como el Parlament de Catalunya o el Zoo donde habitó el célebre gorila albino Copito de Nieve. También tuvimos un emocionado recuerdo para él. El Parlament está ubicado en lo que fue el arsenal del castillo. Es custodiado por Guardias Urbanos a caballo que hacen las delicias de los más pequeños, que no dudan en subirlos a sus lomos y dejar que los toquen. Lo mismo que el mamut de escayola a escala natural que hay en uno de sus rincones. Los niños (y no tan niños) se subían en su trompa enroscada o posaban junto a una de sus enormes patas para hacerse fotos.

Vimos también un lago pequeño pero con barcas y algunos patos. Un poco más adelante está la famosa cascada, una monumental construcción ideada para la Exposición Universal de 1888 y donde colaboró un todavía joven Gaudí. Tiene una escalinata que conduce hasta el triple arco (con vistas interesantes, no dudéis en subir) y coronadas por la escultura “La Cuádriga de la Aurora” de Rossend Nobas, hoy pintada de dorado.

Me llevé la impresión de que aquel era un parque mucho más pequeño de lo que me había imaginado. Cierto que no lo vimos todo, pero rodeamos casi todo su perímetro, así que nos hicimos una idea bastante exacta de sus dimensiones.

Visto esto pactamos ir a la Villa Olímpica y a la playa de La Barceloneta. Fue un camino a pie más largo de lo previsto, primero por el Paseo de Picasso, muy cerca del Mercado del Born, y luego por una feísima Avenida de la Circunvalación. En realidad, era la parte trasera del zoológico y del acuario por un lado, y las vías del tren de las Estación de Francia por el otro. Pero nos las arreglamos para llegar hasta la Plaza de los Voluntarios (Olímpicos, se entiende) y su escultura de David y Goliat. El aspecto de la ciudad cambia completamente aquí. En dirección a la costa, hoteles, algunos bastante lujosos, coches descapotables de alta gama y ambiente pijo-playero en general. En tiempos de los Juegos Olímpicos, el movimiento aquí tuvo que ser espectacular. Por fin llegamos a la playa, exhaustos para variar, muy cerca de las torres del Hotel Arts, la de MAPFRE y del famoso pez metálico obra de Frank Gehry.

24 de septiembre de 2010

En Barcelona (V): Más gato que liebre en la Catedral, trece ocas, sardana en Sant Jaume y rincones oscuros en La Boquería

Al final de Portal del Ángel la calle se bifurca y cambia de nombres. Por un lado la calle Portaferrissa y por el otro el Carrer dels Arcs. Justo en ese lugar hay una fuente con dos caños de chorros más bien escasos. Detrás, en una ventana del Palacio de los Condes de Pignatelli, sede del Real Círculo Artístico de Barcelona, una fotografía de Dalí sujetando un pez y otro objeto indefinible vigilaba nuestras maniobras de repostaje. Llenar una botella podía acabar fácilmente con cualquier impaciente. Cuando terminamos, tomando el Carrer dels Arcs, llegamos en un momento a la Plaza Nueva, donde está la Catedral. Las obras de restauración de la fachada de la seo están ya muy avanzadas. Sólo una parte de la gran torre principal sigue oculta bajo un entramado de andamios. En el lado opuesto de la plaza avistamos un enorme y cómodo banco corrido cuyos principales usuarios eran jubilados curiosos y turistas que contemplaban el monumento con calma o, simplemente, fisgoneaban.

Cuando nuestras piernas descansaron, entramos. No pudimos recorrerla toda porque se estaba celebrando una misa en ese momento. Algunas partes estaban acordonadas y dos vigilantes de seguridad seguían con la mirada los pasos de los infieles profanadores. Otro uniformado vigilaba, esta vez el atuendo de las visitantes, impidiendo el paso a todas aquellas que no vistieran con decoro (o sea, la mayoría). Todos sabemos que Barcelona es una ciudad de perdición. En la mayoría de los casos, un pañuelo hacía las veces de improvisado chal, tapando lo que no se puede enseñar en una iglesia. La última vez que vi algo así fue en El Valle de los Caídos.

Un último detalle sobre la Catedral. Que no os den gato por liebre: la fachada principal tiene más de gato que de liebre. Lo que puede verse hoy tiene poco más de un siglo de existencia. Partiendo de la fachada original interrumpida en 1408, el arquitecto Josep Oriol Mestres recibió en 1882 el encargo de terminar el templo siguiendo un estilo gótico (neogótico más bien). El resultado, hay que reconocerlo, es espectacular. Las obras no culminaron hasta 1913, fecha en la que se finalizó el cimborrio.

Técnicamente ya habíamos entrado en el Barrio Gótico, pero decidimos oficializar la entrada haciéndolo por el Carrer del Bisbe. En su nacimiento se conservan algunos restos de la muralla romana, la primera que se levantó, incluyendo parte de una de las puertas. A los pocos metros, una puerta en la placita de Andreu Garriga Bachs nos llamó la atención. Era la de Santa Eulalia que nos condujo hasta el hermoso claustro gótico de la Catedral. En él habitan unos curiosos seres: trece ocas. Todo tiene su explicación y su historia. Santa Eulalia, la co-patrona junto con La Merced de Barcelona, fue martirizada allá por el 303 por su condición de cristiana y muerta a los trece años. También cuenta la tradición que pastoreaba ocas en el entonces pueblo de Sarriá. De ahí que estos animales vivan ahí desde tiempos inmemoriales y que sean precisamente trece. En especial los niños disfrutan mucho viendo y dando de comer a estos bonitos animales. Ildefonso Falcones, en su novela “La Catedral del Mar” trata sobre ella:

“Santa Eulàlia sufrió martirio en época romana, en el año 303. Sus restos reposaron primero en el cementerio romano y después en la iglesia de Santa María de las Arenas, que se construyó sobre la necrópolis una vez que el edicto del emperador Constantino permitió el culto cristiano. Con la invasión árabe, los responsables de la pequeña iglesia decidieron esconder las reliquias de la mártir. En el año 801, cuando el rey francés Luis el Piadoso liberó la ciudad, el entonces obispo de Barcelona, Frodoí, decidió buscar los restos de la santa. Desde que fueron hallados, descansaban en una arqueta en Santa María.”

Otro de los aspectos a destacar de este lugar es la pequeña fuente coronada por una no menos diminuta escultura de San Jorge matando al dragón. Un sitio sorprendente que merece la pena visitar, no sólo por esta peculiaridad, sino por su calidad arquitectónica y artística.

Siguiendo por el Carrer del Bisbe nos encontramos con el cruce de la calle de la Piedad. En una esquina, un hombre se desgañitaba cantando una ópera de Rossini. Algunos espectadores seguían la actuación con sus cámaras. Un poquito más adelante está el famoso puente que comunica el palacio de la Generalitat con la Casa de los Canónigos, de estilo neogótico, construido en 1928 por Rubió i Bellver aprovechando las reformas del edificio del gobierno autonómico. Se ha convertido de facto en uno de los símbolos de este barrio. Tras hacer una parada para entrar en una típica tienda de recuerdos llegamos por fin a la Plaza de Sant Jaume, centro histórico de la Ciutat Vella ahora y hasta el siglo XX de toda Barcelona. No fue hasta los albores del pasado siglo cuando la Plaza de Cataluña le robó el protagonismo. Desde tiempos inmemoriales este lugar siempre ha sido el centro administrativo de la urbe. Se sitúa en lo alto de un montículo, bautizado por los romanos como Mons Taber. En dos lados de la plaza están las sedes de la Generalitat de Catalunya y del Ayuntamiento de Barcelona con un Mosso d’Esquadra y un Guardia Urbano custodiándolas respectivamente. Las fachadas de ambos son relativamente recientes: siglo XVII en el caso de la Generalitat y XIX en el de la Casa de la Ciudad o Ayuntamiento, aunque el resto de las dos edificaciones tienen su origen en la época medieval.

En un rincón, una asociación llamada “Catalunya Sardanista” había organizado un acto reivindicativo-musical donde, en la práctica, algunos abueletes animosos se marcaban unos pasos del tradicional baile. Mientras tanto, el Mosso d’Esquadra custodio de la Generalitat miraba los progresos de los bailarines con más resignación que orgullo patrio.

En la esquina con la calle Llibretería nos sentamos a recapitular, todavía con los ecos de la sardana de fondo. Finalmente tomamos la dirección opuesta a la que habíamos pensado inicialmente. Nuestro objetivo era la Plaza del Rey, pero antes paramos a tomar un helado que hizo las delicias de nuestros paladares. Dimos con la plaza y en ella un grupo balcánico tocaba acelerada música gitana o judía (resulta difícil precisar), con bastantes espectadores. Nos sentamos en los escalones de la entrada a la Capilla Real de Santa Ágata a terminarnos el helado y a disfrutar del concierto. Hubiera sido interesante haber visitado el Museo de Historia de Barcelona, que ocupa el Palacio Real Mayor, formada por la propia Capilla –con su imponente torre octogonal-, el Salón del Tinell y el Palacio del Lloctinent. En el subsuelo del museo se conservan in situ ruinas de la Barcino romana. Pero nuestro tiempo era escaso y lo teníamos perfectamente distribuido.

Llegamos a la conclusión de que pululando por las estrechas y, a veces, inquietantes callejuelas de la zona antigua, uno puede descubrir rincones con cierto encanto, como la Plaza del Pi y las zonas adyacentes, con sus terracitas discretas y recoletas, sólo iluminadas por pequeñas lamparitas. Algo parecido a lo que vimos minutos más tarde tras cruzar las Ramblas y adentrarnos por lo que después resulto ser uno de los laterales del mercado de La Boquería. Terracitas con bonita decoración, pero frente al parking oscuro y de aspecto poco tranquilizador –por lo menos de noche- de la plaza de la Gardunya. En algunos de sus descampados, los más oscuros, había personajes en grupos de dos o tres, realizando tareas no identificables. Preferimos no acercarnos más para comprobarlo y nos dimos la vuelta. Retornamos a las Ramblas para cenar y reorganizar el resto de días que aún nos quedan en la ciudad. La excursión al Tibidabo se postpone, y hemos decidido dedicar algún tiempo a la Barceloneta, al Parque de la Ciudadela y a la zona de las playas.

Después de la cena nada mejor que un tranquilo paseo Ramblas abajo hasta los muelles del Port Vell, donde acabamos sentados en un incómodo banco. Frente a nosotros la montaña de Montjuic, el muelle de los ferrys, la estatua de Colón y el World Trade Center. La curiosidad se nos despertó al ver unas boyas con forma de hombrecillo mirando al cielo, con los brazos cruzados a la espalda y las piernas abiertas. No supimos de qué se trataba. Mientras tanto, veíamos las lucecitas parpadeantes de los aviones que despegaban y aterrizaban a lo lejos…

23 de septiembre de 2010

En Barcelona (IV): Perdidos en el Ensanche, comiendo en la Manzana de la Discordia y visitando «los cuatro gatos»

A lo largo de nuestro trayecto hacia el Paseo de Gracia me fijé en los paneles con información del ayuntamiento para evitar la picadura del mosquito tigre (parece que está causando estragos en la ciudad) o para advertir a los vándalos de que “En Barcelona todo cabe pero no todo vale”. Ese es el lema que puede leerse en muchos lugares junto a diversos dibujos esquemáticos a la vez que explícitos.

Volviendo a nuestro camino, las consultas al plano fueron recurrentes, más de lo que hubiéramos querido. Sobre todo al cruzarnos con la Diagonal. La hemos seguido alegremente, pero cansados, hambrientos y sedientos, sentándonos en cada banco que encontrábamos para comprobar lo correcto o errático de nuestra posición dentro de la laberíntica cuadrícula del Ensanche. Eduardo Mendoza, en “La Ciudad de los Prodigios”, le dedicaba algunas líneas:

“El plan impuesto por el ministerio [Plan Cerdá], con todos sus aciertos, era excesivamente funcional, adolecía de un racionalismo exagerado: no preveía espacios donde pudieran tener lugar acontecimientos colectivos, ni monumentos que simbolizasen las grandezas que todos los pueblos gustan de atribuirse con razón o sin ella, ni jardines ni arboledas que incitasen al romance y al crimen, ni avenidas de estatuas, ni puentes ni viaductos. Era una cuadrícula indiferenciada que desconcertaba a forasteros y nativos por igual, pensada para la relativa fluidez del tráfico rodado y el correcto desempeño de las actividades más prosaicas.”

En uno de estos descansos técnicos, y en medio de la confusión típica de esos momentos vimos entre los árboles y, como siempre, por pura casualidad un bonito edificio modernista, la Casa Comalat, edificada bajo la idea de Salvador Valeri i Pupurull, y frente a ella el Palau del Baró de Quadras, sede de la Casa Asia, una obra de Puig i Cadafalch. Un poco más adelante nos sorprendió la Casa Terrades, más conocida como “Casa de les Punxes”, también de Puig i Cadafalch. Este palacete que ocupa una manzana el solito era una mezcla extraña y muy vistosa entre castillo de Drácula y Palacio de la Bella Durmiente. Cabe destacar los coloridos tejados que cubren las torres circulares y puntiagudas que dan nombre al palacio (punxes significa pinchos en catalán).

Un rato más tarde dimos por fin con la Plaza de Juan Carlos I y junto con ella descubrimos la furia antiborbónica de algún vándalo. Habría que recordarle los mensajes pro-civismo del alcalde Hereu. El Paseo de Gracia, a pesar de ser las tres de la tarde, estaba repleto de visitantes pululando por todas partes. No en vano, la Casa Milá o “La Pedrera”, apodo que proviene del aspecto de su fachada, es uno de los edificios más conocidos de la ciudad. Los primeros barceloneses en verla, rápidamente le encontraron el parecido con una cantera abandonada (una “pedrera” en catalán), por lo que puede decirse que el mote es más bien malicioso. No teníamos intención de entrar, así que después de hacer unas fotos continuamos paseo abajo. Todo él está adornado de farolas diseñadas no por Gaudí, como muchos creen, sino por el arquitecto municipal Pere Falqués en 1906. Curiosas por muchas razones, pero sobre todo por que cuentan en su base con un banco de azulejos elaborado con técnica del “trencadís”. Los probamos, pero nos resultaron algo incómodos. Y hablando de mobilario urbano, vimos por primera vez los semáforos (amarillos, por supuesto) ultraplanos y ultramodernos que rigen el tráfico de esta zona de la ciudad. Muy bonitos, pero seguro que no han sido baratos.

Avanzando un poco llegamos hasta la Manzana de la Discordia. Este nombre deudor de la mitología griega hace referencia a los tres edificios modernistas que se construyeron en esta misma manzana. A saber: la Casa Batlló de Gaudí, la Casa Amatller de Puig i Cadafalch y la Casa Lleó Morera de Domènech i Montaner. Representan las tres diferentes concepciones del modernismo catalán. Casi nada. Comimos en un local de comida rápida situado en la propia manzana para continuar nuestra ruta lo antes posible. Según se avanza hacia al comienzo del Paseo de Gracia, uno se da cuenta de que las fachadas de los edificios se vuelven más suntuosas. Es donde están las tiendas exclusivas, los lugares de ocio como salas de cine y grandes almacenes. Es la Barcelona clásica y burguesa que creció a finales del siglo XIX y comienzos del XX. También es una de las zonas más caras de Europa (y del mundo) a nivel inmobiliario.

Tras el descanso para la comida seguimos la marcha, ahora con destino al Barrio Gótico. Al pasar por la Plaza de Cataluña asistimos a un espectáculo ornitológico digno de una secuencia de la película “Los Pájaros” de Hitchcock. Espontáneamente, todas las palomas de la plaza –que no son pocas- echaron a volar en un alarde de sincronización, planeando a ras de suelo y en círculos alrededor de la plaza, para regocijo de unos y espanto de otros. No sabemos si esto ocurre a menudo. Nosotros al menos nunca habíamos visto algo así.

Bajamos a la Ciutat Vella (la ciudad vieja o casco viejo, que corresponde al antiguo recinto amurallado) por el Portal del Ángel, una amplia calle peatonal repleta de tiendas y de gente. Al pasar por el cruce con Santa Ana recordé la novela “La Sombra del Viento”. Ruiz Zafón sitúa precisamente en esta calle la librería de los protagonistas, los Sempere padre e hijo, y donde transcurre parte de la acción. Se trata de una estrecha callejuela provista, como tantas otras, de un encanto muy especial. Buscamos en el número 29 el pasaje hacia la plazoleta de Ramón Amadeu, lugar donde está el templo dedicado a Santa Ana y una floristería. Nos llevamos una desilusión cuando leímos en una nota que ese pasaje estaba cerrado por ser domingo por la tarde. Una pena, porque su claustro gótico es uno de los más bonitos y desconocidos de la ciudad.

Un poco más adelante, girando a la izquierda por la calle Montsió nos encontramos, un poco escondida, con una pequeña joya del modernismo, la Casa Martí, obra de Puig i Cadafalch. Es más conocida por albergar el famosísimo café restaurante Els Quatre Gats, un lugar donde se reunían para sus tertulias grandes celebridades del arte y la intelectualidad del cambio de siglo, aunque hoy día apenas algún curioso pasa por allí, se detiene un momento y continúa su camino. Lo apartado del lugar hace que sea uno de esos sitios aún por descubrir. Merece mucho la pena, porque todo el edificio es impresionante. Ruiz Zafón también hace referencia a este lugar en su novela:

«Els Quatre Gats quedaba a tiro de piedra de casa y era uno de mis rincones predilectos de toda Barcelona. […] Dragones de piedra custodiaban la fachada enclavada en un cruce de sombras y sus farolas de gas congelaban el tiempo y los recuerdos. En el interior, las gentes se fundían con los ecos de otras épocas. Contables, soñadores y aprendices de genio compartían mesa con el espejismo de Pablo Picasso, Isaac Albéniz, Federico García Lorca o Salvador Dalí. Allí, cualquier pelagatos podía sentirse por unos instantes figura histórica por el precio de un cortado.»

22 de septiembre de 2010

En Barcelona (III): Aventuras y desventuras en la Sagrada Familia

La visita a la Sagrada Familia nos llevó toda la mañana del segundo día de estancia en Barcelona. Es uno de los lugares obligadísimos si se pasa por la ciudad. Si no se viene a la Sagrada Familia es que no has estado en Barcelona. En nuestro caso fue algo accidentada y masificada, pero también divertida, entre italianos, alemanes, japoneses, americanos y algún andaluz despistado. Para llegar tomamos la línea 2 del metro. No fue necesario ningún trasbordo. En los vagones nos fijamos en las curiosas lucecitas que iban iluminándose según avanzábamos por las estaciones y en las que no habíamos reparado en nuestro anterior viaje. Al salir, el tiempo parecía que acompañaba y alguna nube bastante densa provocaba que el sol abrasador nos diera de vez en cuando pequeñas aunque insuficientes treguas.

Nuestra aventura dentro de la Sagrada Familia comenzó con el desembolso de unos, a mi entender, abusivos 12 euros por una entrada que sólo da derecho a visitar la zona abierta al público del monumento, que tampoco es mucha. A este ritmo de recaudación esta magna obra finalizará antes de lo previsto. Nada más entrar vimos como, efectivamente, el techo parecía estar completamente cerrado ya, pero queda aún mucho trabajo por hacer, sobre todo los detalles puramente decorativos. Las vidrieras eran sin duda la estrella del momento. Una exposición temporal dentro del recinto invitaba a conocer algo más sobre su diseño y elaboración. El resultado final es espectacular y muy vistoso cuando el sol entra por los ventanales. Sus colores se reflejaban en las caras de los turistas extasiados que entraban en el templo. Un bonito juego de luz y color.

Después de vagar un rato por las zonas transitables y de hacer fotos y vídeos desde todos los ángulos posibles subimos en ascensor hasta lo alto de una de las torres. Para ello nos colocamos a la cola, larga pero ágil, del elevador. Por supuesto previo pago de la módica cantidad de 2,50 euros por persona. Merecía la pena de sobra, porque las vistas desde arriba son impresionantes, y las aglomeraciones a 80 metros de altura en un espacio tan angosto, también. Aquel era uno de los pocos lugares donde pueden sentirse vértigo y claustrofobia a la vez. Por fortuna no padecemos de ninguno de estos desgraciados males. No podía decir lo mismo alguno de los incautos turistas que nos acompañaban. Asistimos con no poca diversión a varios conatos de ataque. Algún que otro hecho anecdótico más nos amenizó la visita.

Otra de las cosas que más me gustaron fue lo que bauticé como “homenaje a la macedonia” y que corona algunas de las torres al más puro estilo de Carmen Miranda, la famosa cantante que llevaba sombreros con frutas en sus actuaciones. Tal vez una alegoría a la naturaleza o algo por el estilo. No todos estaban colocados. Algunos de ellos permanecían en los andamios a la espera de que los operarios los ubiquen en su lugar definitivo.

Bajamos de la torre a pie, por una escalera de caracol que nos provocó una sensación de intenso mareo. Como premio a este camino algo tortuoso y que la mayoría de los turistas evitan, encontramos un par de balcones vacíos de visitantes, pero con unas vistas excelentes. Desde allí, aprovechando que nadie nos podía ver y que somos de carácter chistoso, hicimos algunas bromas. Cuando aparecieron en nuestro balcón los primeros turistas continuamos la bajada. Nos topamos con un nuevo balcón, esta vez más grande, desde el que se podía apreciar de cerca mi parte favorita del templo: ¡las frutas!. El fin de nuestra incursión por la torre nos costó un temblor de piernas, y no precisamente por cobardía o mal de alturas, sino por haber descendido a pie unos 400 escalones.

Nuestra visita al templo de Gaudí terminó en el interesante museo dedicado al monumento que hay en su cripta. En él se exponen bocetos y maquetas originales junto con abundantes textos explicativos. Al fondo, unas ventanas dejan ver a duras penas y entre sombras la tumba de Gaudí. Como si de un santo contemporáneo se tratara, se le colocan velas, acentuando un ambiente ligeramente tenebroso. Una cámara de vídeo permite verla continuamente en unos monitores.

A la salida nos dedicamos a escribir en nuestros diarios, mientras un sol bastante persistente quemaba nuestras sufridas espaldas. Después de un rato, un vigilante de seguridad muy amable nos invitó a bajarnos del ancho muro de piedra en el que nos habíamos sentado “no sea que se me caigan”. Si no nos habíamos caído ya haciendo el tonto en los balcones de las torres… Pero ya que nos echaban, continuamos nuestro camino. Ahora hacia el Paseo de Gracia por la calle Mallorca, que un domingo a esas horas estaba completamente desierta. Era el momento de encontrarnos con todo el esplendor del modernismo.

21 de septiembre de 2010

En Barcelona (II): Por el Muelle de España, en la «Gran Vía» Layetana, Plaza de Fèlix Billet y prohibido cantar

La ruta que seguimos aquella primera tarde fue más errática. Llegamos hasta el puerto recorriendo los 57 números de la Avenida del Paralelo que nos separaban de él para adentrarnos después intramuros a través de la Plaza de Antonio López.

Pero no adelantemos acontecimientos. Siguiendo el Paralelo en dirección a la costa llegamos al edificio gótico –un gran ejemplo de gótico civil del siglo XIV– de las Atarazanas Reales (Drassanes Reiales), donde en la Edad Media se construyeron las embarcaciones de la Corona de Aragón que surcaron el Mediterráneo y conquistaron territorios más allá de las Baleares. Pasamos también por uno de los pocos lienzos de muralla que quedan en pie en la ciudad. Conserva incluso parte del foso y una de las puertas de entrada, la de Santa Madrona, que hoy día se comunica con el edificio de las Atarazanas. En la actualidad es la sede del Museo Marítimo de la ciudad.

El calor no remitía, pero afortunadamente una brisa fresca ayudaba a seguir adelante. En el Portal de la Pau, plaza donde está el famoso monumento a Colón, que sigue tan sucio como siempre, nos acercamos hasta las taquillas de Las Golondrinas, los barcos que ofrecen una ruta turística por el litoral de Barcelona y en el que montaríamos días después.

De aquí nuestros pasos se dirigieron a la Rambla del Mar, la pasarela que comunica tierra firme con el Moll d’Espanya (o Muelle de España). Es parte de los nuevos muelles del Puerto de Barcelona que fueron construidos con motivo de los Juegos Olímpicos de 1992 y que, de paso, sirvió para rehabilitar esta parte de la ciudad. Ahora los visitantes y los nativos pueden pasear tranquilamente, o visitar cualquiera de los varios lugares para el ocio que se instalaron allí (el centro comercial Maremágnum, L’Aquarium o el cine IMAX, por ejemplo). Vimos además el curioso mecanismo de la pasarela, que se retiraba para dejar pasar las embarcaciones previo cierre al paso para los viandantes. La idea y el diseño de este muelle siempre me gustó, también los materiales que se han utilizado para su construcción. A pesar de que tiene ya casi veinte años, sigue siendo vanguardia y un ejemplo de cómo debe recuperarse el litoral urbano.

Fuimos a desembocar, como ya he dicho, a la plaza de Antonio López, empresario insigne de la ciudad. Aunque este personaje tiene su estatua en la plaza, el lugar está presidido por una extraña escultura del artista pop Roy Lichtenstein de nombre “Barcelona’s Head” (“La Cabeza de Barcelona” en castellano). Después nos encaminamos a la Vía Layetana. Esta calle se ha querido comparar con la Gran Vía madrileña. Y es verdad que ambas parecen gemelas. Cuentan con muchas similitudes, tanto por la época como por su finalidad y su aspecto. Su construcción tuvo lugar entre 1908 y 1913 y su objeto era “airear” la ciudad con callejones demasiado estrechos e insalubres. Se derribaron para ello más de dos mil viviendas. En su lugar se abrió la que ha terminado por ser la principal vía del casco antiguo y un acceso rápido al Ensanche al margen de las Ramblas. A ambos lados, fachadas monumentales de eclécticos estilos que van desde el art decó al racionalismo. Muchos de ellos albergan las sedes de algunas de las instituciones y catalanas como Caixa Catalunya (ahora CatalunyaCaixa). También vimos algún que otro edificio de diseño “contemporáneo” que nos horrorizó de inmediato. En líneas generales, una calle agradable, aunque con demasiado tráfico y poco sitio para el peatón.

Al llegar al cruce con la Avenida de la Catedral a un lado y la calle de Francesc Cambó al otro nos topamos con los vivos colores del techo del Mercado de Santa Caterina (o Santa Catalina), rehabilitado –o más bien podría decirse reinterpretado- hace pocos años tras las excavaciones que se realizaron y donde se descubrieron gran cantidad de restos arqueológicos, los más antiguos de época prerromana. Parte de ellos se ha conservado dentro del recinto, en el Espai Santa Caterina. Pero también sigue siendo un mercado tradicional, con tiendas, bares y restaurantes. Lamentablemente cuando llegamos estaba cerrado. De lo que no nos privamos fue de sentarnos un rato en los bancos que hay a la entrada, comprobando la afición de barceloneses y foráneos por las dos ruedas, especialmente por las bicicletas. Hay muchas y la mayoría son de préstamo. Existen por toda la ciudad multitud de puestos del ayuntamiento para cogerlas y dejarlas. También son abundantes las motocicletas. Están por todas partes y cuentan con muchos espacios para aparcarlas.

Otra de las sorpresas con la que nos encontramos fue el edificio del Palau de la Música Catalana, una institución que últimamente no goza de buena fama debido a los casos de corrupción que han saltado a los medios. El Palau es de un espectacular y barroco estilo modernista. Algún mordaz habitante de la plaza Lluís Millet, aneja al palacio, la ha rebautizado como Félix Billet en alusión al presidente del Palau de la Música Catalana Fèlix Millet y presunto responsable del escándalo, colocando incluso una falsa placa. En el aspecto puramente artístico, y aunque lo verdaderamente espectacular del Palau es su interior –en especial su cúpula acristalada–, la fachada no la desmerece. Me llamó la atención su ubicación entre callejuelas estrechas que hace muy complicada su contemplación. Por eso los turistas y/o fotógrafos corren el riesgo de ser atropellados por bicis y motos buscando el ángulo perfecto.

A partir de aquí comenzó nuestro camino errático. Casi sin ser conscientes de ello, seguimos por la Vía Layetana hasta su cruce con la confluencia de la Ronda de Sant Pere y de la calle Fontanella, que es donde está la Plaza de Urquinaona. Un error de cálculo que solventamos girando a la izquierda por la primera de ellas. Cruzamos por completo una recién restaurada (en 2008) Plaza de Cataluña. Como os podéis imaginar, un sábado por la tarde el ambiente estaba muy animado. Gente haciendo gigantes pompas de jabón, abuelos con los nietos dando de comer a las palomas, turistas fotografiando y fotografiándose junto a cualquiera de las estatuas y, sobre todo, un tremendo bullicio en el comienzo de las Ramblas. Al fondo, el gran reloj del edificio del BBVA –que no giraba- marcaba las seis y veinte. Avanzamos en medio de vendedores de flores, de animalitos enjaulados y de puestos de souvenirs variados. Vimos la diminuta fuente de Canaletas de puro milagro. Nunca pensé que fuera tan pequeña. ¿Cómo hacen los del Barça para celebrar ahí sus títulos? En el suelo, había una placa que rezaba lo siguiente (traducido del catalán):

“Si bebéis agua de la fuente de Canaletas por siempre seréis unos enamorados de Barcelona y por lejos que os vayáis volveréis siempre.”

Estábamos sedientos, así que bebimos bastante y llenamos nuestras botellas. Eso significa que ¡volveremos a Barcelona! Un poco más adelante, casi frente al Teatro del Liceo, pisamos el mosaico de Miró «Pla de l’Ós» que forma parte del pavimento de las Ramblas desde 1976. Fue restaurado en 2007, sustituyendo las losetas por otras nuevas de colores más vivos. Los vándalos ya han arrancado algunos trozos, no sé si para llevárselas o por el simple placer de destruir.

Ya estábamos cansados y el agua de Canaletas no había sido suficiente para calmar nuestra sed. Nuestra misión consistía ahora en encontrar un lugar donde sentarnos y, de paso, tomar algo. En la terraza de la cervecería Canarias, en la popular Plaza Real, dimos buena cuenta de una doble malta de la marca local. Me asomé al interior. En su día debió ser un café de postín, pero ahora tenía un aire decadente. En una de sus paredes hay colgado un cartel que decía “PROHIBIDO CANTAR”. En cuanto a la plaza, es de construcción relativamente nueva, ya que tiene menos de dos siglos de existencia. Sus homogéneas fachadas con soportales son de un anodino estilo decimonónico. Es entretenido sentarse y observar a los artistas callejeros (especialmente a una señora que bailaba una especie de flamenco), los mendigos que pedían por las terrazas para llevarse las broncas de los camareros y, en general, el discurrir de las gentes. También contemplaba como a la puerta del restaurante Les Quinze Nits, que no admite reservas, se estaba formando una enorme cola para entrar. Allí cenaríamos días después.

Después de dar un largo paseo por ignotas callejuelas del casco antiguo, es fácil perder la noción del tiempo. Calles repletas de guiris y jovenzuelos que se disponían a ir a las zonas de bares o que ya estaban en plena sesión de diversión en medio de paredes de piedras oscuras, a veces imponentes. Nosotros también hubiéramos querido aprovechar al máximo el ambiente nocturno de Barcelona, pero al final estábamos tan cansados como poco convencidos.

20 de septiembre de 2010

En Barcelona (I): Cosplayers en la Plaza de España y Montjuic internacional y olímpico

Hoy comenzamos un serial coleccionable donde se relata nuestras aventuras y desventuras por la Ciudad Condal. Su historia, sus monumentos y sus curiosidades quedarán reflejadas en estas diez entregas. Mi intención es que tenga periodicidad diaria, aunque eso no es obstáculo para que algún día dedique mi post a otros asuntos. Posiblemente a algunos les aburra y a otros les divierta. Lo que pretendo es ofreceros una guía un tanto particular, con algun consejillo que otro, del viajero que llega por primera vez a Barcelona.

Hay muchas formas de enfrentarse a esta ciudad, tantas como barcelonas hay. Se ha convertido en un tópico recurrente, pero lo cierto es que son varias ciudades en una. Poco tiene que ver la Barcelona del Ensanche (Eixample) con la del Barrio Gótico (Barri Gòtic), con la del resto de la Ciutat Vella (la Ciudad Vieja), con la Barcelona Olímpica, o con la de las playas. Por eso, este acercamiento, sin dejar de ser incompleto y sencillo, ha sido suficiente para capturar todas las esencias de cada una de esas ciudades.

En dos horas y media exactas habíamos llegado a la estación de Sants. Eso significaba un cuarto de hora de adelanto. Todavía no era del todo consciente de que habíamos recorrido en un tiempo insólito los seiscientos veinte kilómetros que nos separaban de Madrid. Pero sí, lo cierto es que Barcelona estaba ahí, con su calor y su humedad, con sus taxis negros y amarillos y sus bicicletas. Afortunadamente, a la sombra podía notarse una agradable brisa fresca.

Animados y con ganas de estirar las piernas nos dispusimos a pasar la mañana en Montjuic, avanzando por la calle Tarragona hasta la Plaza de España. Por el camino, y pasando por el parque Joan Miró, vimos la famosa estatua “Mujer y Pájaro” (“Dona y Ocell”), inaugurada en 1983, poco antes de la muerte del artista catalán. Fue un poco decepcionante ver el estado de abandono de esa plaza. Necesita una reforma y una limpieza.

Cuando llegamos, una de las primeras imágenes impactantes que vimos fue la de unos cosplayers, muchachos y muchachas emulando a sus personajes manga y anime favoritos. Estaban sentamos como si nada en los escalones del recinto de la Fira de Barcelona, junto a las Torres Venecianas, llamadas así por su parecido con las de aquella ciudad italiana y erigidas como punto de entrada para la Exposición Internacional de 1929. Esperaban quizás a un rezagado que probablemente aparecería vestido de Songoku. Pero no, se marcharon rápidamente sin darme la oportunidad de fotografiarlos de tapadillo. Imitando a los otakus disfrazados nos sentamos también a descansar.

Como era pronto, nos animamos a subir hasta el Palau Nacional, que alberga el Museo Nacional de Arte de Cataluña. Lo hicimos cómodamente por sus escaleras mecánicas. Desde arriba las vistas eran espectaculares y no escatimamos en fotos y vídeos. De nuevo un descanso con Barcelona a nuestros pies y la iglesia del Sagrado Corazón, erigida a principios del siglo pasado a imitación (burda para algunos) del templo del Sacré Coeur de Montmartre en París, y el parque de atracciones del Tibidabo, con sus clásicos de siempre: la noria y el avión. Y a nuestro alrededor turistas y más turistas. De todos los colores y nacionalidades, aunque predominaban norteamericanos, italianos e hispanos de diferente origen.

Nuestra visita rápida a Montjuic finalizó con un paseo por el Anillo Olímpico, con la consabida entrada al Estadio Olímpico, rebautizado como Lluís Companys en homenaje al presidente de la Generalitat fusilado en 1940 en el foso de Santa Eulalia del castillo, no lejos de donde se ubica el estadio. Una vez dentro vimos como aún quedaba parte de la decoración de la reciente celebración del Campeonato de Europa de Atletismo. Desde uno de los laterales del estadio podían verse los cipreses del cementerio, de infausto recuerdo para los barceloneses, y parte de la fortaleza que corona la montaña.

El regreso, de nuevo encaramados a las escaleras mecánicas, fue muy rápido.

La estación de metro de Sants Estació, vieja, descuidada –aunque menos sucia de lo esperado– y de horrible estilo setentero (con las típicas losetas marrones de dibujos indescifrables y laberínticos) supuso nuestra primera incursión en el suburbano de la ciudad. Los vagones, que circulan en sentido opuesto a los madrileños, eran cómodos y habían sido renovados hacía no mucho tiempo. Tras pocas paradas nos dejó en la estación de Paral·lel, a pocos metros de la puerta del hotel Tryp Apolo donde nos íbamos a alojar. Desde la habitación las vistas de Barcelona eran buenas, con las torres (con sus respectivas grúas) de la Sagrada Familia a lo lejos. En los bajos del hotel está el Teatro Apolo, famoso en otros tiempos, cuando el Paralelo era un lugar de trasgresión y diversión para marinos de tierras lejanas, emigrantes y también lugareños. El actual edificio fue construido en 1991 sustituyendo a la vieja sala, ya muy deteriorada y decadente.

13 de septiembre de 2010

El hang no es instrumento tibetano (aunque lo parezca)

El otro día en la Plaza del Rey de Barcelona pudimos ver la actuación de un músico muy poco habitual (la foto que acompaña a este post es un fotograma del vídeo que grabe allí). Llevaba un extraño instrumento musical que se asemejaba a un OVNI, o a dos platos enfrentados y de color similar al bronce. La forma de tocarlo parecía sencilla: con los dedos o las manos como si fuera un timbal. Pero su sonido nos pareció increíble y no tenía nada que ver con los sonidos de otros instrumentos. De hecho, fue sorprendente comprobar como, dependiendo de la zona de la superficie que tocara, los tonos eran más graves o más agudos, e incluso el tipo de sonido cambiaba de uno corriente de percusión a otro más propio de un instrumento de cuerda como una guitarra o un arpa. También cuenta con unas hendiduras circulares que corresponden a las notas musicales.

Al principio pensamos que se trataba de un milenario instrumento nepalí o tibetano (por lo menos). En realidad no nos basábamos en nada, pero coincidimos en pensar lo mismo. Incluso su nombre, hang, evocaba un idioma exótico y oriental. Pero nada más lejos de la realidad. Una vez documentados nos dimos cuenta de que el hang ni era tibetano –ni siquiera asiático– que tampoco era milenario –ni siquiera centenario–, y que las fantásticas melodías que salían de él eran el producto de un concienzudo estudio científico y tecnológico.

El hang, que significa mano en el dialecto suizo de Berna, es una creación suiza de Felix Rohner y Sabina Schärer (PANArt) que data del año 2000. Es el resultado de veinticinco años de investigaciones sobre las propiedades acústicas del acero, estudiando para ello muchos instrumentos clásicos de percusión como el gong. A pesar de que hasta la fecha sólo se han fabricado unos 6000 para todo el mundo, su precio es mucho menor de lo que había imaginado, ya que sale por unos 1200 euros. A lo largo de internet hay muchísima información (casi toda en inglés), basta con buscar un poco. Os dejo con un vídeo para que os maravilléis de la sencillez y a la vez de lo increíble de su sonido:



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